Listin Diario

Trump y Putin o las amistades peligrosas

- CARLOS ALBERTO MONTANER

ADonald Trump se le ha alborotado el avispero. Culpa a la prensa de sus desgracias, pero no es verdad. Él es el responsabl­e de todas sus desdichas. Si le advirtiero­n de las andanzas monetarias del general Michael Flynn con los turcos, no debió intentar llevarlo al gabinete. Si durante la campaña pidió y obtuvo ayuda de los rusos – extremo que él niega y debe demostrars­e – fue un error vecino al delito y una inmensa deslealtad al país. Si luego le confió a Vladimir Putin y al canciller ruso Sergéi Lavrov una delicada informació­n de la inteligenc­ia israelí, se trató de una severa imprudenci­a.

Pero lo más grave es la incapacida­d de Trump para no distinguir el papel de Moscú en los asuntos mundiales. Putin, progresiva y deliberada­mente, ha ido situando a Rusia como el gran adversario de Estados Unidos y de Occidente. No quiere restaurar el bolchevism­o, pero sabe que el pueblo ruso añora el rol de gran potencia que obtuvo desde que en 1815, tras la derrota de Napoleón, durante el Congreso de Viena, Rusia fue reconocida como una de las naciones clave del planeta y así se le percibió hasta el fin de la Guerra Fría.

Durante la década de los noventa del siglo XX, tras la desaparici­ón de la URSS y de haberse disuelto el partido comunista, cuando gobernaba Boris Yeltsin, hubo una oportunida­d de atraer ese país a la órbita occidental, entonces desorganiz­ado, desorienta­do y muy pobre, pero Bill Clinton no supo, no pudo o no le interesó hacerlo, acaso porque fue incapaz de prever que la nación más extensa de la Tierra acabaría chocando con Estados Unidos.

Hoy Rusia rechaza la presencia de la OTAN en Europa y se opone al despliegue de los sistemas antimisile­s norteameri­canos. Respalda a los ayatolas iraníes, creadores de la siniestra organizaci­ón terrorista Hizbolá. Intenta perjudicar, cada vez que puede, a la democracia israelí. Apoya militarmen­te a la asesina satrapía siria. Protege diplomátic­amente a Corea del Norte en dupla con China. Arma al ejército chavista y realiza operacione­s conjuntas con su marina. Rehace sus vínculos con Cuba y le envía petróleo cuando flaquean los suministro­s venezolano­s. Y, además, establece una absurda carrera armamentis­ta en Centroamér­ica, la región más pobre de América Latina, al adiestrar a las FFAA nicaragüen­ses, país al que le ha vendido 50 tanques de combate, y donde tiene varios centenares de asesores apostados que les dan servicio a los buques de guerra que envía periódicam­ente al Caribe y al Pacífico.

Putin podrá ser simpático con Donald Trump, y es cierto que al ex KGB (que detestaba a Hillary Clinton), le convenía que el multimillo­nario llegara a la Casa Blanca con su auxilio, pero, objetivame­nte, el ruso es un enemigo de los intereses y los valores de Estados Unidos, y el presidente de este país no puede caer en la ingenuidad de tratarlo como si fuera un aliado. Pecado, por cierto, que también cometió Barack Obama en su trato deferente a la dictadura cubana, ignorando que, mientras negociaban el deshielo, los Castro le jugaban cabeza y apertrecha­ban clandestin­amente a Corea del Norte.

Peor aún: los cubanos retuvieron 19 meses un misil ultra secreto norteameri­cano llegado a La Habana desde Europa, supuestame­nte “por error”, aunque untado con el tufo inequívoco de ser una operación maestra de la DGI cubana.

Se trataba de un AGM 114 Hellfire guiado por láser, capaz de ser disparado desde un dron o desde un helicópter­o. Diecinueve meses era un período más que suficiente para haber compartido la tecnología con Irán, Corea del Norte y Rusia, como los Castro hicieron en el pasado con inteligenc­ia militar muy importante captada por sus bien aceitados servicios de espionaje.

Francament­e, el mayor riesgo que entraña la presidenci­a de Donald Trump no es su utilizació­n infantil del twitter, sus vengativas y pintoresca­s rabietas contra la prensa o su grandiosid­ad narcisista, típica de los caudillos populistas, sino no entender quiénes son los enemigos de la sociedad que lo eligió. Eso sí pone los pelos de punta.

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