De difamadores y difamados
En la vorágine mediática que desatan las circunstancias prevalecientes de reclamo por el fin de la impunidad y contra la corrupción, ciertos personajes, que nada tienen que perder, se aventuran a calumniar y difamar a funcionarios y políticos de todos los ámbitos sin importar lo que resulte de ello y en la esperanza de que, como se le atribuye a Goebbels haber dicho, “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”, o, acaso, aspirando a que se verifique el dicho que reza “calumnia, calumnia, que algo queda”. Con frecuencia, las acciones de las personas tienen una etiología íntimamente vinculada con sus deseos de poseer (fortuna, poder o prestigio); es algo ínsito a la naturaleza humana. Lo que cambia entre unas y otras son los medios utilizados para alcanzar esas metas en el marco de los cuales se asume la condición de noble o mediocre, de virtuoso o malvado. En todo el mundo se advierte una tendencia resumida en la suprema aspiración de una verdadera humanidad; las acciones individuales y colectivas desplegadas en todas las latitudes por hombres y mujeres de buena voluntad demuestran la intención de reconstruirlo sobre la base de valores éticos universales de amor, verdad y justicia; el mundo aspira a líderes más nobles, más honestos, más humanos.
Pero la lucha por ese mundo mejor no está exenta de ser permeada por hipócritas y falsos profetas, por lobos vestidos de ovejas; a las acciones de estos el mundo que vendrá pasará revista, y, lo que hoy parece un juego -porque si se es un insolvente se puede jugar a todo- mañana quizá evidencie a sus protagonistas como verdaderas lacras, viles por demás. Por eso es tan importante que, quienes se crean difamados, accionen judicialmente, a fin de que, en caso de ser falsas las acusaciones que se les hacen, sus productores sean identificados como lo que son: pescadores en río revuelto, hipócritas y malvados, cuya vanidad y resentimiento no les dejan vivir en paz. Y si, por el contrario, como pudiera suceder, sus imputaciones resultaren ciertas, la justicia decida en consecuencias, y quienes resulten infractores de la norma paguen su delito.
No digo que no puedan aparecer corruptos en este gobierno -como en cualquiera- ni los defendería tampoco. ¡Los ladrones, a la cárcel! Pero, respecto de quienes no lo son, que a nadie se le antoje embarrarlos. Por eso he visto con simpatía la actitud del ministro administrativo de la presidencia, José Ramón Peralta, de salir al frente de quienes intentan difamarlo, ya que su reacción demuestra que está seguro de que no es un mafioso como se le quiere endilgar; pero sobre todo, que no permitirá que nadie, por insolvente que sea, si fuere el caso, juegue con su nombre y su honra irresponsablemente, sembrando dudas en la población.
¡Bien, señor Ministro!
El autor es abogado y politólogo