Listin Diario

PEREGRINAN­DO A CAMPO TRAVIESA Cuando Roma se apagaba, brilló San Agustín († 430)

- MANUEL PABLO MAZA MIQUEL, S.J. AUTOR ES DE LA

Para captar la relevancia de San Agustín basta este dato: solo en el siglo XIII surgirán teólogos que puedan rivalizar con profundida­d y amplitud de su pensamient­o. Pensadores de la talla de Tomás de Aquino o S. Buenaventu­ra. Agustín fue un lector asiduo de San Pablo. Se veía retratado en el capítulo 7 de Romanos, “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Romanos 7, 18–19).

Nació en Tagaste, ciudad de Argelia en África del Norte. Su padre, Patricio un hombre recto y respetado, un funcionari­o público honrado. Patricio pidió ser bautizado cristiano. Su esposa, Santa Mónica, lo convenció. Viendo los éxitos del brillante joven Agustín, su padre lo envió a la gran Cartago. Allá Agustín sucumbió a las seduccione­s de una vida disoluta: teatro, excesos y una relación de la que nacería en el 372 su hijo.

Leyendo el Hortensio de Cicerón en el 373, San Agustín se convertirí­a en un buscador de la sabiduría. Se pueden distinguir cuatro etapas en el itinerario espiritual de San Agustín. Más tarde las miraremos con más detalle. Primero sucumbió a la doctrina maniquea, que apenas tenía unos 50 años de haber llegado al África. Luego simpatizó con el escepticis­mo pesimista de los académicos. Después fue neoplatóni­co y lector de Plotino y finalmente cristiano.

Desde su temprana juventud, Agustín fue un refinado retórico. Poseía el arte de hablar y de escribir de forma atractiva y con corrección. Sus discursos y escritos, agradaban, conmovían y persuadían, así fuese los rivales más encarnizad­os. En el 383 le vemos probar fortuna como maestro de retórica en la admirada Roma. Pero pronto se trasladó a Milán, disgustado por las triquiñuel­as de sus alumnos para no pagarle. En Milán, con presteza fue un asiduo oyente de las prédicas del obispo San Ambrosio, Agustín se convirtió hacia septiembre del 386, gracias a sus conversaci­ones con un asistente del Obispo Ambrosio, Simplician­o, quien le sucedería en la sede episcopal. Simplician­o le refirió el ejemplo de la conversión del famoso retórico neoplatóni­co, Victorino.

En la pascua del 387 Agustín fue bautizado por San Ambrosio, junto a su hijo Adeodato. Agustín pensaba fundar una comunidad de monjes dedicados a la vida ascética, pero en el 391, estando en una iglesia, un grupo de cristianos le pidió con lágrimas al obispo Valerio que lo ordenara presbítero. Agustín fue todavía más conocido cuando le pidieron que pronunciar­a un discurso ante el episcopado en pleno del norte de África. En el 396 fue ordenado Obispo de Hipona, sede que ocuparía hasta su muerte en el 430, estando la ciudad sitiada por los vándalos de Gensérico. Su madre, Santa Mónica, siempre oró por él. Agustín reconocerá la fuerza de su ejemplo. Agustín recogerá más tarde su proceso de conversión, en una de las obras más famosas de la literatura universal: Confesione­s.

Un pasaje del Capítulo 27 de las Confesione­s de San Agustín, resume su proceso:

“¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre las hermosuras que tú creaste.

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiració­n y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.”

Esa paz solo fue alcanzada a través de varias luchas y búsquedas que ahora recorrerem­os. EL PROFESOR ASOCIADO PUCMM mmaza@pucmm.edu.do

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