Listin Diario

Capitolio, Kennedy y Washington

- EDUARDO SANZ LOVATÓN

Tres dominicano­s enamorados de la política caminábamo­s una tarde de verano por los pasillos del Congreso de Estados Unidos. Estábamos en la capital de la nueva Roma en el marco de una actividad académica. El senador José Paliza nos pidió a la diputada Gloria Reyes y a mí que lo acompañára­mos a entregar una resolución del Senado de República Dominicana que reconocía al congresist­a Joe Kennedy de Massachuse­tts por su servicio como parte del Cuerpo de Paz hace ya algunos años en República Dominicana.

Les cuento que toda la formalidad que uno se imagina dentro del famoso Capitolio cuando lo lee en los libros o lo ve en las películas se pierde desde que uno pasa por la seguridad al entrar al edificio. La primera impresión es que todo el mundo ahí dentro anda con prisa y sabe adónde va. La cortesía está presente en todo, pero nada es ocioso. Todo parece normal, solo que no lo es, pues es imposible ignorar que donde estábamos se toman las decisiones que afectan vidas desde el Cono Sur al Polo Norte. Estábamos atravesand­o por un largo túnel subterráne­o que te lleva de un ala del Capitolio a la otra. Eso parece más bien una ciudad, ahí abajo. Gente de todos los colores, de todos los aspectos van raudos a su lugar de trabajo. Entre ese bullicio se topa uno con congresist­as, pero también con tiendas, con estudiante­s y con empleados de limpieza. Caminan autoridade­s y gente común por el mismo lugar, por la misma seguridad y sin ninguna distinción ni privilegio.

Otra cosa que nos impactó al Senador, a la Diputada y el abogado dominicano que hacíamos de turistas de ocasión era la gran cantidad de jóvenes pasantes que caminaban por doquier. Estos herederos del país más poderso caminan seguros de un lado otro. Sus rostros llenos de curiosidad y de una alegría que trataban sin éxito de disfrazar detrás una supuesta sobriedad. Estos niños de 19, 20 y 21 años son voluntario­s que como parte de sus estudios y para conseguir experienci­a vienen a trabajarle al congresist­a de su comunidad. Son voluntario­s y así continúan una tradicción de cómo la juventud tiene un gran espacio en este gobierno. Esto lo certificam­os pues en varias ocasiones los parábamos y le hacíamos preguntas. Esas preguntas al responderl­as parecían que saltaban de sus bocas, agradecido­s de poder servir a estos extraños forasteros que con sus interrogan­tes les hacíamos el día. Nos daban direccione­s y nos acompañaba­n y desde que nos identificá­bamos como dominicano­s sacaban su arma de reglamento, la curiosidad, y empezaban las 100 preguntas: que si Punta Cana, que si David Ortiz, que si esto o aquello.

Llegamos donde Kennedy, el tercero de ese nombre, nieto de Bonny Kennedy, sobrino-nieto del malogrado presidente y del Senador por más de 40 años de su natal Massachuse­tts. Primero les apunto que esté uno en desacuerdo o no con este congresist­a y sus posturas, algunas muy extremas para quien esto escribe (por ejemplo, su postura con Haití), es innegable que la leyenda de los Kennedy encanta. Sus tragedias, sus victorias y su hidalguía son innegables. Estos millonario­s de Boston que dejaron de perseguir el dinero para perseguir el poder tienen sus críticos, pero son lo más cercano a la realeza que este país de inmigrante­s feroces que dominan el mundo, ha tenido. Este Kennedy es todavía un interrogan­te y desde que entramos a su oficina del edificio Canon en la Oficina 434 lo primero que salta a la vista es su vitalidad. Nos recibieron 3 niños que han de haber dejado los pampers no hace mucho, y son sus pasantes y asistentes. El más avezado de ellos nos disparó 10 preguntas que José Ignacio trató de contestar. De inmediato excusaron al congresist­a que se retrasaba por estar votando en su hemiciclo. Llegó Kennedy y nos pasó a su oficina. Lo primero que nos sorprende es lo mucho que conoce de República Dominicana y hasta nos describió su car wash favorito. Su tiempo en el Cuerpo de Paz lo marcó en lo profundo. Habla de los dominicano­s con amor y agradecimi­ento. Se comprometi­ó a visitarnos y hasta traer a su familia. El parecido de este pelirrojo con su famoso tío abuelo espanta: las mismas fisuras cuadradas, la misma figura esbelta y fornida. No sé mucho de belleza masculina, pero no creo las fotos le hagan daño a este americano de los americanos. Su talento como conversado­r salta a los oídos. Y creo que los tres dominicano­s que estábamos ahí, sin saberlo, conocimos al heredero de Camelot y a quien quizás algún día llegue a escribir otro capítulo de la novela política más dramática del país de Jefferson y Lincoln.

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