La muerte, tirana insaciable
Decía don Mariano Lebrón Saviñón que “la vida es un suspiro en la eternidad”. La muerte la arrebata sin ninguna suerte de discriminación igual a pobres y ricos, torpes e inteligentes, negros y blancos; lo hace con tal sentido y destreza que nadie ha logrado evadirla. Es el fenómeno que más ha hecho filosofar, y es posible que sea la responsable del auge de las religiones, si se la considera desde la perspectiva de su influencia en las preocupaciones metafísicas del ser humano. Es implacable, tirana e insaciable. La muerte juega con nosotros como lo hace un gato con un ratoncito cuando aprende a cazar: lo toma, lo deja, lo vuelve a tomar y lo vuelve a dejar; y así, cuando ya nos tiene cansados, acorralados en sus fauces, nos engulle sin piedad.
He visto la muerte pavonearse indolente, amenazante en torno a mi padre; he visto cómo experimenta la taimada fruición de dejarte esperanzar en la posibilidad de salvar un ser querido, para luego, cuando crees haberlo conseguido, regresar blandiendo su aterradora guadaña, y, al ritmo de su espantosa danza, segar de un tajo una vida más. La noche del martes pasado la vi llevarse un amigo. Como siempre fue indiferente, sin instancias ni trámites, solo escogió a su antojo y sin ningún permiso.
Junior de Palma, productor y conductor del programa “Contundente”, un gran amigo a quien conocí cuando me desempeñaba como director general de Bienes Nacionales; dueño de ese carácter particular que adorna los hombres nobles de la Línea Noroeste -era oriundo de Villa Vásquez-, y quien, al encontrarme un día martes en una jornada de atención a contribuyentes, se sintió conmovido por lo que él llamó “una verdadera vocación de servicio y entrega” por parte de un funcionario.
Confieso que pensé que su afirmación no pasaba de una lisonja más de las que reciben de manera muy frecuente todos los que son colocados en una función de relativa importancia en lo que atiende al poder. Pero no, Junior había sido sincero en su afirmación, cuestión que deduje del hecho de habérseme aparecido la próxima semana, en el mismo lugar, para grabar la jornada que hacíamos todos los martes y los jueves en beneficio de los contribuyentes y divulgarla en su programa. Con la necesaria aclaración de que, contrario a como hacen otros, nunca me sugirió, ni siquiera de modo subliminal, obtener por correlativo algún beneficio por medio de colocación de un anuncio en su programa.
Al contrario, Junior fue cada vez más insistente en procurar de mí una amistad -que por suerte advertí a tiempo- fundada en la sincera admiración y libre de lisonjas. Eso le hizo ganar mi recíproco respeto y cariño. Desde entonces empecé a seguir su trabajo que hacía sin complejos ni miserias, reconociendo honradamente lo bien hecho –aunque a algunos desagradara- y censurando lo mal hecho con la fuerza de un titán.
Ahora que se nos fue, y que no tuve oportunidad de darle un fuerte abrazo, formulo mis más sinceros votos porque su esposa e hijos tengan pronta resignación e imiten su ejemplo, y porque, el plano a donde haya llegado le acoja con la distinción de lo que fue, un buen hombre. El autor es abogado y politólogo