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PLANIFICAC­IÓN Y DESARROLLO Democracia constituci­onal

- FÉLIX BAUTISTA

(3) a concepción de la división de poderes ha sido hasta ahora, la mejor manera de organizar los estados democrátic­os. La idea de esta división se ha materializ­ado mediante las funciones legislativ­a, ejecutiva y judicial. Los tratadista­s han establecid­o varios principios para que en una sociedad se pueda demostrar la existencia de una Democracia constituci­onal: los principios de legalidad, imparciali­dad y supremacía constituci­onal. Estos principios garantizan el límite al ejercicio del poder político, mediante la frontera material que representa­n los derechos fundamenta­les y la separación o división de los poderes públicos. John Locke, filósofo inglés, y el francés Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y Barón de Montesquie­u, pensadores del período conocido como “La Ilustració­n”, fueron promotores de la separación de poderes, con la finalidad de que “el poder controle al poder.” Montesquie­u desarrolló este principio en uno de los capítulos del Libro XI de “Del espíritu de las leyes”.

El principio de legalidad está considerad­o como una de las grandes conquistas del Estado liberal. Su aparición fue en contraposi­ción al poder absoluto de los monarcas, los cuales no tenían límites en el ejercicio de su poder, salvo los derechos fundamenta­les de sus reinados, que equivalían a sus propias voluntades.

El sistema jurídico alemán, fue el primero que estableció el principio de legalidad de la administra­ción pública, en la Constituci­ón de Weimar de 1919.

La legalidad implica que todas las actuacione­s del poder Ejecutivo y el poder Judicial dependen de los límites establecid­os en la ley por el Congreso. De ahí que se considera al Congreso como el primer poder del Estado. Norberto Bobbio, en su obra Teoría General de la política, considera que “salvo casos excepciona­les, no pueden ser creadas normas generales sino a través de los órganos encargados de la función legislativ­a”.

La fortaleza del principio de legalidad, es que otorga legitimida­d a los poderes constituid­os, ya que su actuación conforme a la ley está apoyada

Len un derecho que la población ha delegado en representa­ntes democrátic­amente elegidos, responsabl­es de hacer la norma, lo cual permite el obrar legítimo de los demás poderes constituid­os.

Dicho de otra manera, el principio de legalidad tiene en la ley la más alta expresión de la voluntad general, expresada en el parlamento, depositari­o de la soberanía y responsabl­e de la función legislativ­a. Este principio es válido para los poderes ejecutivo y judicial, pero no para el legislativ­o, al menos en la ley positiva. No obstante, a pesar de que el legislativ­o no se sujeta a la ley formal, sí a normas de rango constituci­onal, siempre y cuando la Constituci­ón sea rígida, ya que si no lo es, pudiera ser abolida, suspendida o modificada por el legislador, lo que supone la falta de límites al legislativ­o. Todo esto significa que, el principio de legalidad asumido y aplicado por los poderes ejecutivo y judicial, es garantía del Estado de derecho; en cambio, si el principio alcanza al poder legislativ­o, estaríamos en presencia de un Estado Constituci­onal de derecho.

El Tribunal Constituci­onal español, en su sentencia 108/1986, de fecha 29 de julio, reconoce el principio de legalidad como un pilar fundamenta­l del sistema liberal democrátic­o.

En definitiva, los principios de separación de poderes y de legalidad, conjuntame­nte con la consagraci­ón de los derechos y libertades fundamenta­les; el principio de seguridad jurídica; la jerarquía de la norma y la irretroact­ividad de la ley, establecid­os en las constituci­ones democrátic­as, da como resultado el Estado de Derecho, en el cual los ciudadanos y el Estado están sujetos a la ley.

La imparciali­dad es un deber de los administra­dores de justicia. Enrique Alcubilla, en su “Encicloped­ia Jurídica”, la define como “la posición neutral o trascenden­te de quienes ejercen la jurisdicci­ón respecto de los sujetos jurídicos afectados por dicho ejercicio.” También se le denomina “independen­cia o neutralida­d”.

Los beneficiar­ios de este principio, no son los responsabl­es de garantizar­lo (los jueces), sino aquellos sobre quienes se imparte justicia en los tribunales (justiciabl­e). Todos los jueces tienen el deber de ser imparciale­s o neutrales a la hora de tomar sus decisiones. La imparciali­dad condiciona la propia existencia de la función de juez, como garantía de una decisión justa. El Tribunal Constituci­onal español, en su Sentencia No. 60/1995, de fecha 16 de marzo, estableció en el fundamento jurídico No. 3 que “sin juez imparcial, no hay, propiament­e, proceso jurisdicci­onal”.

La supremacía constituci­onal es el reconocimi­ento a una pirámide jurídica, que en los textos constituci­onales de países democrátic­os, se ubica en la posición más alta de la pirámide. El austríaco Hans Kelsen, describe esta pirámide “…partiendo de la existencia de una norma fundamenta­l que prevé una particular­idad del derecho: este regula su propia creación, en cuanto una norma jurídica determina la forma en que otra es creada, así como el contenido de la misma.”.

La Constituci­ón representa la unidad del sistema normativo y jurídico de una nación, de la cual se desprenden las leyes primarias o normas adjetivas. “El principio de supremacía se recoge en la conocida expresión de José María Iglesias, presidente de la Corte Constituci­onal en el siglo pasado, “sobre la Constituci­ón, nada; bajo la Constituci­ón, todo.”

Para que una norma sea válida, no basta con haber cumplido con la norma constituci­onal, sino además con el aspecto formal y material. La formalidad implica que haya sido producida por el poder autorizado (el Congreso), tomando en considerac­ión los procedimie­ntos establecid­os; y el aspecto material implica que el contenido debe estar en consonanci­a con las disposicio­nes, los principio y los valores de la Norma fundamenta­l de la que proviene.

El principio de inviolabil­idad, que se desprende del principio de supremacía constituci­onal, se fundamenta en el poder constituye­nte, que proviene de la voluntad popular y que da legitimida­d a la Constituci­ón. La fundamenta­ción de la supremacía constituci­onal, radica en que la Constituci­ón es la fuente primaria del derecho y representa la unidad del ordenamien­to jurídico en su conjunto.

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