Me habló la Música
A mi esposo, Mario Emilio, tributo a su melomanía fogosa.
¿Qué es la música? Para Mario, una pasión que trasciende la carne y sus flaquezas; un éxtasis que lo aleja de las fealdades y pequeñeces cotidianas y lo sitúa en una isla personal, toda suya, en la que pasa horas y horas transido de una dicha tan intensa, tan honda, que le pone los ojos extraviados como al glotón cuando saborea un plato exquisito.
Para mí, como mi pasión es otra, la palabra “forjadora de espadas”, dijo el poeta Juan Ramón Jiménez, la música me ha desafiado con un enigma dual:
Por una parte, en mi ignorancia supina de ese arte mayor, no alcanzo a comprender lo que me parece imposible, cómo pueden producirse esos sonidos, saliendo unas veces tan altos, tan bravos, otros tan suaves como la piel de un bebé, de instrumentos distintos, piano, violín, flauta, violoncelo, que se unen para armonizarse al conjuro de la varita mágica del director de orquesta. La otra desazón proviene de esa devoción absoluta que, como a Mario la música, me producen otros sonidos, los de la voz humana en lugar de las notas, y otros signos... las letras, en vez de los trazos del pentagrama, para mí ininteligibles.
¿Cómo hubiéramos disminuido la mortalidad en el mundo si Madame Curie y Pasteur no hubiesen plasmado sus descubrimientos en palabras?
¿Acaso el amor entre parejas que existe, aun en este tiempo de pragmatismo feroz, no es un eco de lo que escribió Shakespeare y nos han transmitido sus textos durante siglos, los ya simbólicos Romeo y Julieta?
Las notas musicales no han podido, pese al esfuerzo de Mario y mis buenas intenciones, superar, ni siquiera igualar mi pasión por la lectura, y por el habla, medios que la palabra usa para cambiar la historia. A veces, casi puedo, por unas horas, acompañar a Mario, intentando compartir con él ese estado místico en el que se olvida cuanto nos rodea diariamente y nos hace pequeños y sórdidos para volar, en el sortilegio de las notas musicales, a un cielo casi bíblico.
El miércoles de esta semana ocurrió una de esas ocasiones, que me permiten asomarme al universo privado del hombre con quien comparto mi vida hace 47 años, y acercarme, aunque todavía con celos, a “la otra”: LA MÚSICA.
Fue en el Teatro Nacional durante el segundo Concierto de la Temporada 2017 de la Orquesta Sinfónica Nacional. El programa se componía de tres obras: Preludio y muerte de amor, de la Ópera Tristán e Isolda, de Wagner; Concierto para violín y orquesta No. 4 de Mozart, y la Sinfonía No. 4 de Tchaikovsky.
Las tres obras fueron ejecutadas magistralmente por la Orquesta, como lo demostraron los aplausos entusiastas. Todavía preguntándome a mí misma por qué no reconocía en el Preludio de Wagner el vigor tonante de sus Walkirias, entró al escenario Angelo Xiang Yu, pequeño de estatura, con su valioso Stradivarius y su proverbial sonrisa Oriental. Hizo una reverencia, y se produjo el milagro.
La música me habló. Las notas se volvieron palabras, en las altas y fuertes reconocí un llamado a combate, como el del Canto General de Neruda; cuando inverosímilmente el sonido se adelgazó hasta convertirse en un hilo, y sin embargo seguía sacudiendo el espíritu, evoqué la mansedumbre que hervía por dentro de Rabindranath Dagore.
Lloré, bajito porque a Mario Emilio le horrorizan mis “destapes” emocionales en público. El violinista nacido en Mongolia, Premio Yehudi Menuhin, pese a su flema oriental, emocionado, por la ovación delirante, nos regaló un “encore”, y a los dominicanos adultos mayores nos trasladó al recuerdo de un programa radial famoso, el de la Farmacia Mella, cuyo tema precisamente interpretó el violinista, “Meditación de Thais” de Massenet.
Quizás no vuelva nunca a toparme con Xiang Yu, a lo mejor sí, Mario me pondrá a oír grabaciones suyas. De todos modos, sin saberlo él, dejó en este rincón caribeño, además de reiterar su ganado prestigio, una bienaventuranza especial: descubrió a una renuente oidora musical el poder sobrehumano de las notas, que sí hablan, aman, amonestan, bendicen, igual que las palabras. Y, como un regalo, personal, intenso y memorable, el encuentro, de mi sensibilidad recién despierta con la emoción de Mario.
Y es que la música, de la que no quiero buscar ninguna definición fría en una enciclopedia, es eso: Emoción.
¡Gracias, Angelo Xiang Yu, por demostrármelo!