VIVENCIAS
LJuan Francisco Puello Herrera
os favores excesivos traen consigo males indescriptibles y hasta inesperados. Cuando alguien hace un favor pensando en la recompensa que habrá de recibir vende su propia voluntad.
La anterior premisa se aplica en situaciones diversas. Por ejemplo, el de un funcionario de gobierno que ocupando una función pública de importancia inicia un rosario de favores a gente influyente con la intención de que en el momento en que deje el cargo captar unos clientes “agradecidos” que le otorguen un buen sustento económico.
Por esto hay favores que se pagan y deudas que se exigen. Bajo este predicamento mientras alguien permanece en el cargo en una institución de servicio, pien- sa que cada “pequeño servicio” que hace va sumándose asegurando en un futuro una renta a la vez cuantiosa e impresionante.
Publio Terencio comediógrafo de la antigua Roma escribió que ningún hombre digno pediría que se le agradezca aquello que nada le cuesta. De esta manera, si la intención es hacer un favor no hay que pensar en las prebendas a recibir a corto, mediano o largo plazo que permitirán vivir con holgura, sino más bien que el sentido común acompañe en esta empresa procurando no buscar meritos de servicios pasados.
Desde el momento en que los favores programados se realizan para comprar voluntades y obtener servicios a bajo costo se cae en el ambiente corrompido de las prodigalidades que llevan al desorden moral y ético.
Entre nosotros es costumbre inveterada que si alguien recibe un favor debe estar preparado para pagar esa deuda con creces. De modo, que los muchos beneficios recibidos por favores dados a destajo acaban por comprometer nuestra conciencia llevándola a una muerte inminente.