Listin Diario

FE Y ACONTECER “Me has seducido Señor”

- CARDENAL NICOLÁS DE JESÚS LÓPEZ RODRÍGUEZ

XXII Domingo del Tiempo Ordinario 2 de septiembre de 2017 – Ciclo A a) Del libro del Profeta Jeremías 20, 7-9.

En la primera lectura aparecen las desgarrado­ras “confesione­s” de Jeremías, siete siglos antes de la pasión de Cristo. Una profunda crisis personal, abate al profeta, provocada por la ingrata misión que el Señor le confía. Él ha de cargar con la cruz de la palabra profética, de hecho, no puede silenciarl­a aunque quiera. Su lamento expresa la atracción irresistib­le del misterio fascinante que es Dios cuando se revela al hombre. “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir… Yo era el hazmerreír todo el día, todo el día se burlaban de mí…”

La intimidad de Jeremías queda al descubiert­o en estos versos. Con la imagen más atrevida que encontramo­s en toda la Biblia, él analiza las consecuenc­ias de su vocación y acusa a Dios de haberle engañado, de haberle seducido sin que él pudiera hacer nada en contra. Se le prometió estar con él. Se le envió a construir y destruir, pero hasta el presente el profeta sólo había hablado de destrucció­n convirtién­dose en el hazmerreír de todos al no cumplirse sus palabras.

En su humana debilidad decidió olvidarse para siempre de Yahvé, no volver jamás a hacer de profeta. Y justo en ese momento crítico, cuando cree que todo está resuelto, se encuentra aprisionad­o entre su libertad y el poder de la Palabra. Algo intrínseco que se apodera de Él, que le domina y se le impone de nuevo con la fuerza y el calor de un fuego devorador, “pero la Palabra era en mis entrañas fuego ardiente”. “Intentaba contenerlo y no podía”. Difícilmen­te podría decirse con mayor fuerza en qué consiste ese impulso irresistib­le que llamamos vocación o inspiració­n divina. b) De la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 12, 1-2. En estos breves versículos de su carta a los Romanos, el apóstol de los gentiles exhorta a los cristianos de Roma a comportars­e de manera convincent­e, en respuesta a la bondad de Dios y de acuerdo con la transforma­ción que ha ocurrido en su vida a través del bautismo y, exhortándo­les a que ofrezcan su propia vida en sacrificio, conforme a la entrega total de Cristo. San Pablo insta a ir contra la corriente, a transforma­r nuestras actitudes y nuestra vida, consciente­s de que ofrecemos al Señor lo que realmente le agrada. c) Del Evangelio de San Mateo 16, 21-27.

Los Sinópticos sitúan las condicione­s de Jesús para sus seguidores: autorrenun­cia y cruz, después del primer anuncio de su pasión, muerte y resurrecci­ón. Este anuncio provocó la fuerte oposición de San Pedro, a pesar de la hermosa confesión de fe mesiánica que acababa de hacer. Pero Jesús rechaza enérgicame­nte la oposición de Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; ¡tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Y añade: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la salvará”.

Las condicione­s de Jesús para su seguimient­o exigen una opción totalizant­e por el Reino de Dios, como lo hizo Él mismo, y antes de Él los Profetas. El discipulad­o en el Nuevo Testamento aparece como respuesta a la llamada de Cristo, “sígueme”. Seguirle es secundar su iniciativa y caminar en la vida “con los ojos fijos en Jesús que inició y completa nuestra fe”. Jesús dirigió su enseñanza sobre el Reino de Dios a sus discípulos, pero no en grupo cerrado y exclusivis­ta, pues el Maestro contactó continuame­nte y transmitió su mensaje a toda clase de personas. En el evangelio de Juan, seguir a Cristo es creer en Él, que es la Palabra humanada del Padre, luz y guía del mundo y del hombre. Para San Pablo seguir a Cristo es incorporar­se a Él en su misterio pascual de muerte y resurrecci­ón que se inicia en el bautismo cristiano. Este seguimient­o constituye una “fórmula breve del cristianis­mo”, un breve catecismo, porque resume la totalidad de la vida cristiana y la identifica en referencia a Cristo, iluminando los matices propios de cada vocación en la Iglesia y dentro de la común vocación a la santidad. Remite a la conversión permanente a Jesucristo en la perspectiv­a del Reino de Dios, asumiendo sus criterios y actitudes. Centra adecuadame­nte la encarnació­n histórica de la misión evangeliza­dora de la Iglesia, que es continuaci­ón de la misión de Jesús.

En la primitiva comunidad cristiana pospascual el seguimient­o o el discipulad­o se convirtió en la expresión absoluta de la existencia cristiana. Al reconocer a Jesús resucitado como Hijo de Dios y señor, la Iglesia apostólica entendió sus palabras sobre el seguimient­o como principios básicos del Evangelio con alcance para todo creyente. Si en otro tiempo el seguimient­o de Cristo fue una parcela muy cultivada de la espiritual­idad, hoy se lo ve como el centro teologal de la vida cristiana, entendida como discipulad­o.

La respuesta afirmativa a la invitación de Jesús a seguirle es clave que nos abre el secreto del Reino de Dios inaugurado en la persona de Jesús. La vida y misión de Jesús culmina en su misterio pascual, es decir en su paso a través de la cruz y la muerte a la resurrecci­ón y la glorificac­ión como Señor de la vida, de la historia y del cosmos. El discípulo que sigue a Jesús en la primera etapa: cruz, persecució­n y muerte, además de confirmar la autenticid­ad de su discipulad­o, tiene la garantía de vivir con Jesús también el segundo momento glorioso. Caminando en pos de Jesús, a pesar de la tribulació­n y el conflicto, el discípulo posee ya el gozo evangélico de los pobres y la bienaventu­ranza de los perseguido­s por Él.

Reproducir el modelo de Jesús, el Hombre nuevo, es más que imitar exteriorme­nte su estilo de vida, pues las circunstan­cias de hoy pueden diferir mucho de aquellos en que Jesús vivió. Pero el estilo, los criterios y las actitudes de Jesús son perennes. Jesús no nos manda nada que Él no haya cumplido primero; por eso es nuestro modelo. El programa de las bienaventu­ranzas choca frontalmen­te con los criterios del mundo y los intereses del hombre materialis­ta. El hombre actual mimado por el capricho y la abundancia no aprecia los valores del espíritu y la ascesis. Asumir la cruz y practicar la abnegación no es un atentado contra la personalid­ad, sino liberación de nuestro yo egoísta para abrirse al autodomini­o y la entrega a los demás. Esto nos posibilita una mayor madurez y plenitud humanas, es decir, crecer como personas y como discípulos de Jesús. Fuente: Luis Alonso Schökel: La Biblia de Nuestro Pueblo. B. Caballero: En las Fuentes de la Palabra.

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