EL PELIGRO NUNCA PASA
En el veleidoso e impredecible escenario de los ciclones, los peligros nunca pasan. Por el contrario, persisten más allá del antes, durante y después de su paso por el país.
Las secuelas dejadas por los grandes volúmenes de agua que caen a tierra se manifiestan en zonas inundadas, ríos desbordados, cultivos dañados, saturación de suelos, carreteras y puentes quebrados o casas arrasadas.
Y lo peor, en pérdidas de vidas humanas, en seres damnificados que se quedan sin sus patrimonios y entran en un período de incertidumbres en sus vidas partiendo de cero para poder recuperarse, en gentes discapacitadas o contagiadas por enfermedades virales. Los peligros nunca pasan y ahí están, como ejemplo, las epidemias que se desatan por culpa de la basura que no ha podido recogerse ni verterse adecuadamente, por las aguas contaminadas que se usan en necesidades domésticas, por los criaderos de mosquitos que prosperan en aguas estancadas y por los hacinamientos humanos que siguen a estos desajustes.
En el momento preciso en que el huracán coloca su ojo sobre un país, o cerca de él, las ráfagas de vientos y las primeras lluvias nutridas ejercen su poder devastador, pero una vez que el ciclón se aleja, esos mismos remolinos persisten un tiempo más, machacando el daño general.
Por eso es aconsejable que la ciudadanía siga actuando con precaución tras el paso en vivo de la tormenta Irma, porque después sentiremos sus reales secuelas.
Esas que se quedan más tiempo entre nosotros y que a veces nos cuestan semanas, meses y años de trabajos para la reconstrucción y la recuperación.
Ese fue el ejemplo de Matthew, cuyos daños a puentes, carreteras, edificaciones y cultivos en toda la región norte y nordeste del país hace dos años, todavía no han sido completamente subsanados.
Y esa ha sido la experiencia con los ciclones anteriores. Con Irma no podría ser la excepción.