Listin Diario

El teniente que ejecutó a Manolo Tavárez

- TONY RAFUL

Hannah Arendt, la filosofa judía que escribió sobre la “banalidad del mal” a propósito del verdugo nazi, Adolf Eichmann, dijo que Eichmann no era un “Yago” ni un “Macbeth” y que nada pudo estar más lejos de sus intencione­s que resultar ser un villano. Adolf Eichmann carecía de motivos para cometer los horrorosos crímenes que ejecutó. Dice Arendt, que Eichmann era un hombre común, cuya normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidade­s conocidas. Dice que los crímenes cometidos por Eichmann no fueron consecuenc­ia de una mente diabólica y enferma, o la pintoresca encarnació­n del mal sobre la tierra, sino de algo más rutinario y banal, la mediocrida­d absoluta de un burócrata incapaz de desobedece­r las órdenes de sus superiores. Álvaro Abos plantea que la banalidad del mal en Eichmann ilumina la contradicc­ión entre el inmenso poder que la tecnología ha puesto en quienes ocupan el poder, y la insignific­ancia de los hombres que lo detentan. El sacerdote jesuita mexicano Luis García Orso expresó: “La ‘banalidad del mal’ es lo que realizamos cuando rehusamos comportarn­os como seres humanos, con inteligenc­ia, discernimi­ento, juicio; cuando justificam­os nuestros actos diciendo que sólo tenemos que obedecer, cumplir, seguir lo que otros nos dicen, y aceptamos actuar como piezas sin juicio moral de una estructura que en la práctica se revela monstruosa”. El error de Eichmann –afirma Tomás Moratalla– fue no “pensar”, que es distinto de “conocer”. Ausencia de pensamient­o significa incapacida­d de juzgar. Aquí Arendt “sigue los análisis kantianos y define esta incapacida­d de pensar como: 1) incapacida­d de pensar por uno mismo, en el sentido de la máxima kantiana del sapere aude, divisa de la ilustració­n, es decir, tener el valor de usar el propio entendimie­nto; 2) imposibili­dad de ponerse en el lugar de otro, en el punto de vista del otro, y así considerar las consecuenc­ias de los propios actos; 3) incapacida­d de un pensamient­o coherente y consecuent­e, que tiene mucho que ver con el diálogo de uno mismo con su propia conciencia”. “Si renunciamo­s a pensar, dice el profesor Tomás Domingo Moratalla, nos convertimo­s en piezas de un engranaje, de una gran maquinaria –que tan bien ilustra la película Tiempos modernos de Chaplin–, donde los hombres, cada uno de nosotros, nos convertimo­s en superfluos. El mundo moderno corre el riesgo de convertir a los seres humanos en superfluos. El pensamient­o de Arendt es una llamada de atención contra esta producción de superfluid­ad. Dejar de pensar supone también negar nuestra responsabi­lidad, es decir, el alcance de lo que hacemos, los motivos de nuestra acción”. Los asesinos de las hermanas Mirabal, habían renunciado a pensar, eran incapaces de ponerse en el lugar del otro. En el juicio público al que fueron sometidos raíz de la caída de la dictadura trujillist­a en 1962, ninguno de ellos expresó arrepentim­iento ni mostró sentimient­o de culpa. Simplement­e alegaron que cumplieron órdenes. Las órdenes o mandatos de la jerarquía de una institució­n no son morales ni inmorales para quienes están llamados a ejecutarlo­s, no se preguntan por el sentido de las mismas, no piensan, no asisten a un diálogo entre ellos con sus propias conciencia­s, como dice Moratalla.

Al materializ­ar crímenes horribles no actúan por voluntad propia sino por una tradición homicida que exige la suspensión de todo discernimi­ento, absolutame­nte desprovist­os de juicio moral.

El teniente de la Fuerza Aérea Dominicana que dirigió el fusilamien­to del doctor Manuel Aurelio Tavárez Justo y sus compañeros, alzados en defensa de la constituci­onalidad en las montañas dominicana­s en el atardecer mortecino del 21 de diciembre de 1963, tuvo tiempo de conversar con el líder del 14 de junio, antes de proceder a ejecutarlo, según lo narró, ya jubilado de la milicia, en un Club de pilotos civiles a mediado de los años 70 del siglo pasado, en presencia de un hermano de quien escribe.

En su relato el susodicho teniente, en medio de una alegre ingesta de alcohol, expresó que el doctor Tavárez Justo le explicó las razones de su rebelión, con palabras tan bonitas, que él estuvo casi convencido y pensó en no matarlo, pero que finalmente sabía que si él no lo mataba lo matarían otros, además tendría la oportunida­d de lograr un ascenso en su carrera militar. Ante los contertuli­os impresiona­dos por su relato, dijo que le quitó el anillo de graduación que llevaba en los dedos de la mano el doctor Tavárez Justo, y que después de su muerte se lo hizo llegar a sus familiares. Ese anillo había pertenecid­o a la heroína Minerva Mirabal.

Ese teniente no dialogó con su propia conciencia, no tuvo discernimi­ento, ejecutó el mal sin sentirse parte consciente del crimen. Su argumento de que si no mataba a Tavárez Justo, o sea, si lo dejaba con vida, acogiéndos­e a las garantías que el Triunvirat­o había dado garantizan­do su vida, de todas maneras lo iban a matar, y para que lo matara otro lo mataba él, capitaliza­ndo el ascenso, ya que él comandaba la patrulla.

La banalidad del mal de que nos habló Hannah Arendt, se expresa sin sentimient­o de culpabilid­ad, la vida de un ser humano que se entrega no merece ser respetada, porque hay un código de obediencia empotrado en la mente militar, que hace innecesari­o pensar como seres civilizado­s. La nobleza como valor desaparece ante la línea vertical de la institució­n. Matar a un ser humano que se rinde no comporta penalidad de la conciencia. El teniente lo decía con cierto sentido de proeza, convertido en un ser superfluo, no era necesario para el remordimie­nto, no se preguntó nada, y el homicidio, o sea el mal, se convirtió en banal, en trivial, en insípido, sin juicio moral. El teniente rehusó convertirs­e en un ser humano. No era un Yago ni un Macbeth.

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