Recordando El Ancón
También somos parte del Ozama. Un día, compartiendo con el dibujante y excelente pintor Domingo Liz, conversamos en su estudio cercano al río, sobre la perpetuidad de muchos recuerdos. Sobre la Escuela Nacional de Bellas Artes, mientras admirábamos la cantidad de obras acumuladas y la mezcla del arte con y el paisaje, entonces brotaron momentos de la infancia. Lo creo así porque desde pequeño anduvimos por la Calle Real, la principal del antiguo Pajaritos, que antes de mi infancia había sido ya bautizada como Villa Duarte, y que era en verdad una villa con todas las de la ley: con sus carpinteros de ribera, los toneleros de la Casa Barceló, las mecánicos y marineros de río arriba y río abajo, entre los cuales, mi primo Julito Maggiolo, era un as. En la margen occidental El Timbeque, y un Borojol distante de la orilla, con boleros picados, casi bachata, y guardias del Ejército Nacional que los bailaban acurrucados por el calor de la Era.
Cuando mis padres me enviaban a compartir algunos sábados y días festivos con mis primos en casa de mi tío Luis Veloz Molina, yo sentía que llegaba a un lugar lleno de magia, con un patio amplio y empinado sobre cuyas grietas, en épocas de lluvia intensa, rodaban pedazos de vasijas, “caritas” de indios, que eran, luego lo supe, asas precolombinas de posibles alfareras aborígenes pertenecientes al poblado del Cacique Agüeybana, que según las crónicas, poblaba esa zona, y al que Bartolomé Colón sembró de yuca para que la nueva población española pudiera sostenerse. No eran tantos los comensales, pero un solo español comía lo que diez indios. La casa de madera y altas puertas con aldabas, de estilo antiguo, recordaba una época que hoy se deslíe la memoria.
Hoy, Villa Duarte sigue siendo mágica. Las aguas del Ozama, sus lilas y sus manglares desaparecidos me hacen evocar la época de El Ancón, donde casi entre las aguas se aserraba el maderamen que luego sería empleado en las goletas de varios propietarios en las que, en una de ellas, Tatá Martínez, enviaba naranjas, víveres, y frutos menores a Curazao y Aruba, bajo el mando del capitán de cabotaje, don Manuel Saladín, habitante de Villa Francisca y muchas veces “marinero en tierra” cuando retornaba a su hogar en la calle Jacinto de la Concha.
En mis años literarios tempranos, Manuel Saladín, bajo, regordete, llegó a ser mi imagen idealizada del Pancho Alegría descrito por Tomás Hernández Franco, porque debió ser también, “gran capitán de goleta”. En mi mundo casi solariego, náufrago, ahogado, la imagen de Tomás Sandoval, descrita por Mieses Burgos, comenzaba a empinarse.
Como yo pertenecía a “varios mundos”, hacía conciencia de que El Ancón, donde alguna vez podíamos encontrarnos con marineros expertos, como Biel, el marino al cual Pedro René Contín Aybar le dedicó su poema más significativo, conjuntamente con Alegría, iconos literarios de aventuras posibles y de momentos en los que los huracanes del Caribe servían de inspiración a poetas como Manuel del Cabral y Francisco Domínguez Charro.
Pajaritos fue cuna de muchas inspiraciones de gente que sumó su voz al embrujo de las corrientes, porque la del Ozama atrajo voces del Higuamo, y los hijos de la mar y sus cantores habían nacido en la desembocaduras de los ríos, albergues de los atardeceres, escondrijo del llamado pez gato y de las guabinas pulposas, allí donde el crepúsculo tenía un catre dorado hecho con los trozos del roble y cedro sobrantes y con perfume de ron y tabaco, oriundos de la noche caribeña.
Cuando leí “La plática del pozo”, de Pedro Mir, la imagen de los luceros casi náufragos y la voz del pozo anunciando que se poblaba de astros, me produjo una insomne visión que llegó a influir mis versos. Siempre he considerado La Plática del pozo el mejor poema del mismo. En mi poema del año 1956 “Diálogo del río y del árbol” de algún modo la voz de la naturaleza pronunciando desde el agua una autobiografía sorprendente, se trasformaba convirtiendo en diálogo el rumor de unas reflejos que no eran otros que los de aguas filosóficas que, haciendo su confesión, iban al mar que aceptaba gustoso la llegada de otro hijo prodigo.
José Mármol, con acierto lírico, ha captado el decir, la voz y la intensidad del Ozama, en cuyos recuerdos imagino el mundo interior del pintor José Gausachas, quien con su tropa de alumnos provenientes de la cercana Escuela Nacional de Bellas Artes, nos mostraba cómo se podría lograr que los cocales cercanos a las ciénagas se transformaran en bellos y cimbreantes ejemplares de la naturaleza desbordante del trópico. Ahora el Ozama está libre de los escombros que asfixiaban su prestancia y su aliento. Bernardo Vega ha captado la misma en su resumen histórico del Ozama, un texto antológico en el que proyecta y organizan muchas de las historias del caudaloso padre de la ciudad de Santo Domingo. Todavía el Ozama tiene muchas otras tradiciones las de la vida cotidiana de artistas asomados a balcón de la orilla con taller de arte instalados entre barcas hundidas, carcasas, y gaviotas, como el maestro Liz, o como las jugadas suicidas de los muchachos que cruzaban a nado el río en competencia casi delictiva, cuando se bañaban en las aguas cercanas al Ancón donde mi amigo Primitivo, panqueando con habilidades natatorias parecidas a las del tiburón, combatía, peligrosamente, con los demás compañeros.
Vivíamos una época en la que los barrios eran unitarios, y en la que, pese a las diferencias grupales, y al miedo, a la dictadura, la admiración nos unía. Teníamos, dentro de nuestras identidades, la de un alma barrial.