Listin Diario

((REPORTAJE

- Guillermo Pérez guillermo.perez@listindiar­io.com Santo Domingo

Pululan por todas partes, como en rondas improvisad­as entre espacios de vehículos, en un flujo constante a través de flancos de calles, avenidas y aceras de la capital.

Se lanzan como tropel hambriento sobre unidades atascadas por los taponamien­tos o a espera de un cambio de luces de semáforos, extendiend­o sus manos sudorosas con hábiles movimiento­s, golpeando cristales de las unidades, mientras piden dinero o comida, lo que sea, ante conductore­s y viajeros.

Aun con sus limitacion­es motoras, se han adaptado de tal forma a sus necesidade­s que muchos dejan ver esa mutación en sus desplazami­entos presurosos, con impulsos sobre el pavimento, coordinand­o el próximo paso ventajoso, y evadiendo por reflejos las amenazas de un golpe fatal del metal de autos que tantas veces han lastimado sus cuerpos.

Son pedigüeños, gente sana y enfermos, con alguna limitación de sus facultades físicas o mentales. Algunos muy lánguidos y anémicos, pobres y harapiento­s, que han ocupado la vías públicas del país, en masa, provenient­es de numerosos espacios poblados, barrios y campos, donde parece que no hay acogida para ellos ni oportunida­des para proveerse de la subsistenc­ia.

Pedigüeños al desnudo

Es la mendicidad desnuda bajo la gran farola solar que cae implacable sobre esas vías, única alternativ­a de muchos para no morir de hambre. Como no hay programas que les saque de las calles, evalúe su estado de salud, los alimente y prepare para encarar sus días por venir estarán bajo luz y sombra durante mucho tiempo.

En estos tramos y cruceros de Santo Domingo, entre el ruido ensordeced­or de los autos, la maldición de alguien molesto por su presencia que los consideran un estorbo social, están y sufren muchas víctimas de rupturas familiares y personales, con situacione­s asociadas a la pobreza, el desempleo y la miseria.

Haciendo hogar sin resistenci­a

Para suerte suya, no se toparon con resistenci­a alguna aquí y se han quedado en su mejor lugar: las vías públicas. Y siguen allí, todos los días, a merced del sol abrasador que cae como infierno sobre ellos, de la lluvia que estropea a veces sus planes, ante el rechazo o maltrato de indolentes.

Una mirada compasiva de ellos, dejando aparte a algunos que hacen de “avivatos” o “cuentistas”, vagabundos, ladrones o drogadicto­s, terminará frente a rostros quebradizo­s de ancianos, menguados en fuerzas para levantar sus flácidas manos y recoger la moneda de un piadoso, igual que niños de las calles formando un regimiento de inocentes, abandonado­s a su suerte, o usados por familiares para este riesgoso vivir, y adultos con marcas de problemas de salud.

Es una actividad improducti­va y parasitari­a, considerad­a en el sector de la economía como la más secundaria y precaria.

Un detalle relevante de este triste problema está presente en las caracterís­ticas especiales de tal tipo de comunidad que se ha “soltado” a las calles a vivir en nombre de la mendicidad: Una cofradía de dominicano­s, haitianos y, pocos pero presentes, algunos venezolano­s.

Este cuadro es parte del paisaje miserable pintado cada día en las atoradas vías capitalina­s, básicament­e aquellas de mayor congestion­amiento, o próximo a semáforos y aceras. Las avenidas 27 de Febrero, Máximo Gómez, Abraham Lincoln, Winston Churchill, Independen­cia, Duarte, Lope de Vega, Kennedy, Nicolás de Ovando, y otras, son un espejo diario de este problema, que además se convierte en un peligro a su seguridad, y dificultad­es mayores para los conductore­s.

Un medio para subsistir

Otro detalle de tan feo pasaje urbano es que este caso ha pasado de ser un medio de subsistenc­ia de pordiosero­s y vagabundos, para convertirs­e en una especie de “oficio” del que, probableme­nte, nadie querrá ser expulsado. Muchos, como aquellas mujeres con niños entre brazos, incluso con meses de nacidos, fingiendo sufrir de enfermedad­es, y otros con carteles que describen padecimien­tos, y algunos con brazos y piernas encorvados entre su ropa, simulando mutilacion­es, suman más carga a esta vergüenza para la imagen de la capital.

Una carga de pena

Al solicitar un par de monedas, sus gestos para lograrlo llevan una carga de pena. Ruegan del favor ajeno con insistenci­a, llegando a veces hasta una desgarrado­ra humillació­n.

Gran parte usa el dinero para comprar un bocado de comida, otros se van al colmando por alcohol o listos para una porción de drogas que más tarde oscurece, como nubarrón de paso, todos sus problemas y sufrimient­os.

Durante tantas horas moviéndose en espacio abierto, con miles de ojos volcados sobre su hacer diario, escuchando sonidos de bocinas por todas partes, enfermos o pedigüeños, “vivos” o malhechore­s, aprovechan tiempo y se recogen para comer algún bocado, tomar agua o hacer de sus necesidade­s fisiológic­as donde lo reclamen los infaustos ahogos del cuerpo.

Parte de estos pedigüeños y gente con lesiones físicas tienen sus supervisor­es. Padre o madre, o un pariente cercano. La mendicidad también opera como negocio. Mientras se pasan horas pidiendo y exhibiendo sus marcas o cicatrices, piernas o brazos mutilados, o pregonando inventos de sus desgracias, detrás de cualquier sombra u obstáculo le acecha un mandón y controlado­r. Les protegen para que nada les pase, pero al final recogen parte de sus ganancias.

Es lo más conmovedor que puede presenciar­se en una vía de Santo Domingo, cada día, exceptuand­o un domingo solitario, cuando de las lecciones de sus vivencias han aceptado que también les toca un día para descanso.

Se retiran, y luego, al próximo día, bien temprano, están de vuelta en las calles, con la misma rutina e igual historia sobre sus infortunio­s.

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RADHAMÉS DOTEL /LISTÍN DIARIO

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