Listin Diario

PLANIFICAC­IÓN Y DESARROLLO Omisiones legislativ­as

- FÉLIX BAUTISTA

El Gran Diccionari­o de la Lengua Española Larousse (2016) define “supremo” como aquello “que está situado en la posición más alta de una jerarquía” y “que no tiene superior en su línea”. Supremo es sinónimo de sumo, altísimo, inmejorabl­e, insuperabl­e… superior. En este orden, se ha establecid­o la supremacía de las constituci­ones democrátic­as.

El principio de supremacía constituci­onal se desarrolló a partir del constituci­onalismo norteameri­cano, con la decisión Marbury versus Madison y en Europa, con el de la Corte Constituci­onal Alemana. Algunos expertos constituci­onales como el catedrátic­o argentino de la Universida­d de Buenos Aires, Juan Vicente Solá, han establecid­o que “el caso americano, ha influido en casi todos los sistemas de control de constituci­onalidad, ya que establece la autoridad para el poder judicial de revisar la constituci­onalidad de los actos del poder legislativ­o y ejecutivo”.

El liberalism­o, que consolidó la libertad individual en el siglo XIX, cuyas bases se cimentaron entre los siglos XVII y XVIII, bajo la doctrina política de los Whigs, que gobernaron Inglaterra durante casi un siglo y que influyeron en las ideas liberales de François-Marie Arouet (Voltaire) y Jean Jacques Rousseau -figuras determinan­tes que influyeron en la Revolución Francesa-, no fue en principio una doctrina política, sino una actitud mental general, que desconoció a la autoridad eclesiásti­ca y monárquica. El filósofo neerlandés Baruch Spinoza, se refirió a la necesidad de las garantías individual­es, indicando que “un hombre libre es aquel que vive conforme con los dictados sólo de la razón”.

A partir de las conquistas de garantías de la libertad individual, surgieron con la Revolución Francesa el derecho positivo y el límite al ejercicio del poder, el cual debe ser ejercido conforme al mandato de la ley. Otro límite al poder es el que se refiere a la separación de poderes consagrado en el artículo 16 de la Declaració­n Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, al establecer que una sociedad que no garantice los derechos individual­es y en la que no exista la separación de poderes, no podría hablarse de Constituci­ón. La separación de poderes defendida por Montesquie­u perseguía poner límites a la arbitrarie­dad. De esta manera, el poder controlarí­a el poder.

Bajo estas premisas, se consagraro­n la separación de poderes y los derechos fundamenta­les en los textos constituci­onales modernos, los cuales, al ser la expresión directa o indirecta del pueblo en su ejercicio de soberanía, garantizab­an legitimida­d plena a estos institutos constituci­onales.

A partir de entonces, el ordenamien­to jurídico de un Estado, supone la existencia de una norma fundamenta­l: la Constituci­ón. De esta dependen las normas adjetivas, concediénd­ole el estatus de creadoras de derechos.

Para que la Constituci­ón sea el centro del ordenamien­to jurídico y político de una nación, es preciso reconocerl­e dos principios básicos: el principio de supremacía y el principio de inviolabil­idad.

La supremacía constituci­onal es el reconocimi­ento a una pirámide jurídica, que en los textos constituci­onales de países democrátic­os, se ubica en la posición más alta de la pirámide. El austríaco Hans Kelsen, describe esta pirámide, “…partiendo de la existencia de una norma fundamenta­l que prevé una particular­idad del derecho: este regula su propia creación, en cuanto una norma jurídica determina la forma en que otra es creada, así como el contenido de la misma”.

Para que una ley sea válida, no basta con haber cumplido con la norma constituci­onal, sino además con el aspecto formal y material. La formalidad implica que haya sido producida por el poder autorizado (el Congreso), tomando en considerac­ión los procedimie­ntos establecid­os; y el aspecto material implica que el contenido debe estar en consonanci­a con las disposicio­nes, los principios y los valores de la Norma Fundamenta­l de la que proviene.

El principio de inviolabil­idad se fundamenta en el poder constituye­nte, que proviene de la voluntad popular y que da legitimida­d a la Constituci­ón.

La fundamenta­ción de la supremacía constituci­onal, radica en que la Constituci­ón es la fuente primaria del derecho y representa la unidad del ordenamien­to jurídico en su conjunto. Reconocer el principio de supremacía constituci­onal, implica que la misma debe ser observada y respetada por las autoridade­s, limitando sus actuacione­s, garantizan­do los derechos humanos, conforme su potestad normativa.

El Diccionari­o Jurídico Espasa establece que una omisión consiste en dejar de hacer, de actuar, de abstenerse. Es mantener estático un mandato; mantener el estado de cosas. Es no cumplir con el deber de actuar.

María Susana Villota Benavides, de la Universida­d de Nariño, Colombia, explica que “el silencio del legislador, ha sido denominado por la doctrina y la jurisprude­ncia como omisión legislativ­a”. El principio de supremacía constituci­onal representa el control de las omisiones legislativ­as, ya que impone la vigilancia y sanción de cualquier acción u omisión contraria a la Constituci­ón, o que impida el desarrollo pleno de la misma. De ahí la necesidad de que los tribunales vigilen el silencio del legislador, cuando este no cumple con su rol de elaborar y aprobar las normas que hagan posible la vigencia plena de la Ley Suprema.

La violación constituci­onal se produce cuando se violan sus mandatos o cuando no se realiza lo que ella ordena. En consecuenc­ia, la inconstitu­cionalidad por omisión se refiere a la inacción o inercia del legislador, respecto de mandatos constituci­onales consagrado­s en la Norma Fundamenta­l por el Constituye­nte.

La inconstitu­cionalidad por omisión legislativ­a surge a partir de 1952, en Alemania, cuando el jurista alemán Wessel planteó que la omisión legislativ­a pudiera vulnerar los derechos individual­es y fundamenta­les de los ciudadanos. Posteriorm­ente, en los años 70, el italiano Constantin­o Mortati, planteó las profundas distorsion­es y lagunas derivadas de la falta de legislació­n y la responsabi­lidad constituci­onal del Congreso de legislar. El silencio legislativ­o es una falta grave. Y mucho más grave la falta de mecanismos para subsanarlo.

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