Carácter de los partidos políticos
El reconocimiento constitucional de los partidos políticos no es reciente, pues lo fueron tanto de modo expreso como indirecto en no pocas revisiones de nuestra Carta Sustantiva. Por ejemplo, el art. 104 de la de 1966 establecía lo que, mutatis mutandis, dispone la parte capital del art. 216 del vigente pacto fundamental, aunque guardaba silencio respecto de las bases de su régimen jurídico. Por su parte, la reforma de 1994, al instituir el Consejo Nacional de la Magistratura en su art. 64, utilizó más de una vez, a secas, el término partido, sin siquiera ofrecer un concepto específico.
Si los partidos fuesen asociaciones privadas, estas disquisiciones fuesen prolijas. Resulta, empero, que: “No son una asociación más, sino un tipo específico al que la Constitución asigna funciones constitucionales… Precisamente por realizar esa función constitucional, tienen límites: su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos y en su creación y ejercicio de su actividad deben respetar la Constitución y la ley”.
Es exactamente lo que establece el art. 216 de nuestro Supremo Estatuto Político:
“La organización de partidos… es libre, con sujeción a los principios establecidos en esta Constitución. Su conformación y funcionamiento deben sustentarse en el respeto a la democracia interna y a la transparencia, de conformidad con la ley”.
Es fácil precisar que el principio de libertad inminente al derecho de asociación rige para la creación o disolución de los partidos, lo propio que para la afiliación o no a ellos, y para la adopción de sus correspondientes estatutos. Ahora bien, el principio de juridicidad es el metro de respeto exigible a los partidos, estando indefectiblemente constreñidos a adherirse al texto fundamental y a las leyes.
La idea motriz del constituyente es descartar de cuajo que se trata de asociaciones y nada más, razón por la que hacen residir: “La exigencia de constitucionalidad y legalidad en su estructura interna y funcionamiento democráticos”. Exactamente lo mismo consideró nuestro Tribunal Constitucional en su sentencia TC/0031/13: “La Constitución proclama que la organización de los partidos políticos es libre y remite a la ley para todo lo relativo a su conformación y funcionamiento…”.
Poco después, no vaciló en reafirmarlo: “La vida interna de los partidos, agrupaciones y movimientos políticos tiene que discurrir con sujeción a los principios establecidos por la Constitución de la República y con estricto apego a las leyes adjetivas…”. No cabe duda de que el legislador puede regular sus actividades, por lo que con la cautela propia del que se adentra en aguas profundas, me propongo determinar el alcance de los criterios de democracia, constitucionalidad y legalidad que condicionan el funcionamiento de los partidos, y por consiguiente, del proceso de nominación y selección de candidatos a cargos públicos representativos.
Asimismo, si a la luz de la Ley Sustantiva pueden intervenir los afiliados de los partidos, o si por el contrario, es un derecho extensivo a electores sin vinculación formal con estos últimos. Digamos de entrada que: “Una ley de partidos puede optar por definir la democracia interna que les es exigible, remitiéndola a los principios democráticos del texto constitucional, o bien por fijarles reglas concretas de funcionamiento y organización”. Nada distinto se infiere de la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional:
“… El constituyente ha querido dejar claramente establecido que los partidos políticos son instituciones públicas, si bien de naturaleza no estatal, con base asociativa…”.
Germán Bidart Campos, formidable constitucionalista argentino, da en la diana: “El partido político es, para nosotros, un sujeto auxiliar del Estado (o del poder) que posee una naturaleza de persona jurídica de derecho público no estatal”. Sin riesgo de creer que mi criterio está aislado y solitario, puedo asegurar que más allá de los mínimos del contenido esencial del derecho de asociación, muy específicamente la subjetividad y autonomía de asociación, ámbito en el que no caben injerencias externas, adelanto que el legislador tiene un amplio margen no solo para reglar su existencia, sino incluso para imponerle una determina modalidad de selección de los candidatos electorales.
No se ignora que los partidos, al igual que el resto de los entes privados, deben observar a pie juntillas los valores y principios constitucionales que se erigen en fundamento del orden social, destacándose en primer plano el de sujeción a la ley. Al hilo de lo mencionado, puede agregarse que como puentes que son entre el pueblo y el Estado, contribuyen a la formación de la voluntad popular y, obviamente, a su expresión en las instituciones públicas, por lo que el papel regulador del legislador no puede reducirse al de un espectador.
Muy al contrario, debe asegurar la efectividad de los derechos que palmariamente le reconoce el art. 216 a los ciudadanos, porque la realidad instrumental es que los partidos, a pesar de que la normativa constitucional no lo consigna expresamente así, son instrumentos de expresión de la soberanía popular. De ahí que no es aventurado decir que más que contribuir a la formación y manifestación de la voluntad ciudadana, la forman y manifiestan, a tal punto que la elección de los titulares de los poderes públicos, a través de quienes la soberanía se ejerce, atraviesa por el extraordinario tejido de los partidos.
Debe quedar claro que los partidos, aunque descansan sobre un pedestal asociativo, tienen vocación de intermediarios entre lo social y lo estatal, por lo que tienen que sujetarse al control e intervención estatal. Más claramente, en su formación y estructuración, el partido responde a la característica de voluntariedad, mas en lo tocante a su funcionamiento debe respetar las exigencias constitucionales y legales, las cuales se superponen al contenido esencial del derecho de asociación que prevé el art. 47 de la Carta Magna. II. FUNCIONES
El art. 216 no solo le dio relevancia constitucional a los partidos, sino que también les atribuyó estas tres funciones:
a) garantizar la participación ciudadana “en los procesos políticos que contribuyan al fortalecimiento de la democracia”;
b) concurrir a la “formación y manifestación de la voluntad popular, respetando el pluralismo político mediante la propuesta de candidaturas a cargos de elección popular”, y
c) servir al interés nacional y bienestar colectivo.
Al margen de estos principios, el procedimiento concreto de todo lo demás, incluida la modalidad o procedimiento de selección de los candidatos, debe remitirse a la ley. No se me escapa que hay algunos que aducen que lo que consigna el texto de marras no son funciones, sino fines, pero si nos atenemos a las definiciones que ofrece la Real Academia de la Lengua, podremos convenir que no lo son.
¿Qué es un “fin”? Pues la “intención que dirige o encamina una acción u operación; motivo con el que se realiza algo”. De su lado, la acepción de “función” no es sino la de “tarea, obra o trabajo que corresponde realizar a una institución o entidad, a sus órganos o personas”. Siendo así, lo que la Constitución contempla son funciones, no fines, que en todo caso serían, para cada partido individualmente considerado, alcanzar el poder político por la vía democrática a través de asambleas electorales.
Tratándose de funciones, abriré estas dos preguntas: ¿de qué forma pueden los partidos satisfacer su función de “garantizar la participación ciudadana”? ¿Qué se entiende por “procesos políticos” y en cuáles deben los partidos asegurar dicha participación? Centrándonos en el contenido del art. 216 de la Constitución, examinaré el contenido de cada uno de los sintagmas que contiene, y a modo de preámbulo diré que los partidos ocupan una posición central en el proceso electoral, toda vez que a ellos corresponde la escogencia de las candidaturas electorales.
Son “… el mecanismo institucional para acceder mediante la propuesta de candidaturas a los cargos de elección popular, y desde allí servir al interés nacional, el bienestar colectivo y el desarrollo de la sociedad”. Antonio Torres del Moral enfoca brillantemente el asunto y concluye de este otro modo:
“Los partidos se han convertido en todos los regímenes demo liberales en la base más consistente de la democracia representativa, e incluso en verdaderos sujetos del ejercicio de la soberanía, cuyo titular formal es el pueblo. Por tanto, hoy se insta de los poderes públicos a que definan un estatuto jurídico de los partidos y controlen su organización, su funcionamiento y sus actividades como condición indispensable para la preservación de la democracia”.
Asumiendo lo expresado por el eminente constitucionalista español, podemos deducir que la única forma mediante la cual los partidos están en capacidad de “garantizar la participación ciudadana en los procesos políticos que contribuyan al fortalecimiento de la democracia”, como exige el art. 216.1 de nuestra Constitución, es permitiéndole a la ciudadanía ejercer su derecho al sufragio activo entre los distintos candidatos. Después de todo, no es a los militantes de los partidos a quienes se les reconoce esa prerrogativa, sino a los ciudadanos.
Ahora bien, ¿en qué momento deben hacerlo? Le cederé la palabra al citado autor y catedrático para que nos ofrezca la respuesta:
“… la confección de las candidaturas electorales por el partido tiene una importancia decisiva en el sistema político, porque tal actividad equivale a hacer realmente de segundo grado o indirecto todo el proceso electoral celebrado en las democracias de partidos. La primera vuelta tiene lugar en el seno de cada partido”.
No ignoro que este apasionante tema ha dado pie a encendidos debates; juristas altamente calificados han argüido que el Estado no puede intervenir en el quehacer interno de los partidos, pero ajeno mi ánimo a intereses de todo tipo, puedo asegurar que es a través de esta función, aunque no exclusivamente, que los partidos conectan con el derecho fundamental al sufragio activo.
Y es que los partidos, más que nada, sirven de cauce a la representación política mediante las elecciones, permitiéndole a los ciudadanos –no a sus afiliados- concurrir a ellas para escoger a nuestros representantes. Pudiera incluso decirse, con escaso o ningún riesgo de equivocarse, que la preponderancia de los partidos como instrumentos de participación política evidencia la apuesta democrática que el constituyente hizo al endosarle como función, “Garantizar la participación de los ciudadanos en los procesos políticos…”.
Se me podrá rebatir alegando que los partidos no son titulares de cargos públicos, verdad de a puño que nadie debe rebatir; empero, ellos son los garantes de la representatividad, lo que trae nuevamente a debate el alcance del derecho público subjetivo que prevé el art. 216.1. ¿A qué se refiere el constituyente? ¿A la participación en las asambleas electorales y referendos?
Ante todo, se impone resaltar que el texto hace referencia a la participación “en los procesos políticos”, expresión no precisada en su contenido, pero cuyo ámbito, como derecho tasado que es, se extiende a aquellos asuntos habilitados por la Constitución y las leyes. Y es aquí donde radica el interés de este análisis, pues si bien es verdad que nuestro pacto fundamental no reconoce de modo expreso el derecho de participación de extraños en la escogencia de los candidatos a cargos públicos en los partidos, no es menos cierto que tampoco lo prevé en provecho de sus miembros.
Por su ubicación sistemática, estamos frente a un derecho fundamental de manifestaciones diversas, vinculadas todas al principio de soberanía popular. Y si los ciudadanos somos incontestablemente acreedores de ese derecho, como dispone el art. 216.1, si el principio democrático obliga a entender que la titularidad de los cargos públicos solo se legitima cuando deriva de la expresión de la voluntad popular, y si las elecciones generales resultan ser una consecuencia inseparable y directa de la selección que hacen previamente los partidos, entonces, ¿cómo puede ser inconstitucional la selección de nuestros representantes por sufragio universal, libre, directo y secreto en los procedimientos internos?
Carlos R. Baeza, constitucionalista argentino, antes de que en su país se aprobara en diciembre de 2009 la Ley No. 26.571, denominada “Ley de democratización de la representación política, la transparencia y la equidad electoral”, explicaba lo siguiente:
“En nuestro régimen legal, los partidos políticos cuentan con el monopolio de la representación, al imposibilitar el acceso a los cargos públicos por fuera de las estructuras partidarias, alterando así la teoría de la representación, pues en lo sucesivo no existe el diálogo entre el elector y el candidato, sino que se ha introducido entre ellos un tercero –el partido- que altera esa relación, toda vez que antes de ser elegido por sus electores, el candidato es escogido por el partido y los electores no hacen más que confirmar esa selección”.
Su queja y la de muchos otros constitucionalistas encontró resonancia, ya que, repito, en diciembre del 2009 se instituyó el sistema de elecciones primarias abiertas en la política argentina, habiéndose aplicado en el 2011, 2013, 2015 y 2017. Se trata de lo que allá denominan PASO, siglas que significan “primarias abiertas, simultáneas y obligatorias”.
¿De qué estamos hablando? Pues de elecciones internas de los partidos políticos en las que votan el mismo día todas las personas incorporadas al padrón electoral. Y para prevenir distorsiones y eventuales fraudes a la decisión de los electores participantes en los torneos internos de los partidos, se aprobó que la autoridad de control no fuese cada fuerza política, sino el órgano electoral. Su contenido es minucioso en torno al funcionamiento y organización de los partidos, financiamiento de las campañas electorales, gastos en publicidad, publicación de encuestas y sondeos de opinión, boleta de sufragio, escrutinio de elecciones, proclamación de candidatos, entre otras cosas.
De la experiencia argentina debemos entender que la relación representativa conlleva la presunción de que el representante es el resultado de la voluntad de los representados, y confinarla a la que única y exclusivamente se manifiesta en las asambleas electorales, quiebra la concepción más amplia de la representación política. Y eso, dígase lo que se diga, deja hecho trizas el derecho de participación que los partidos, por resuelto mandato del constituyente, debe garantizarle a los ciudadanos.
Entonces, ¿de qué manera pueden los partidos contribuir “con el fortalecimiento de la democracia”, como establece el art. 216.1? No se concibe otra que no sea colocando la elección de candidatos en manos de todos los ciudadanos, esto es, de los dominicanos que con o sin filiación política, estén en pleno goce de los derechos políticos. Así, y solo así, se revestiría de absoluta legitimidad democrática a los seleccionados, y consecuentemente, los partidos cumplirían cabalmente con su función de asegurar “la formación y manifestación de la voluntad ciudadana”, como exige el art. 216.2.
Para robustecer lo expuesto, reiteraré que cualquiera que sea el procedimiento de selección empleado por los partidos, y muy particularmente el de las primarias, supone una fase adelantada del proceso electoral, o mejor aún, elecciones previas a las generales. Pensar de otro modo para regatearle a la ciudadanía su derecho a participar en esos procesos políticos, implica una interpretación restrictiva del mismo, y más aún, del mismísimo derecho previsto en el art. 22.1, lo cual contraría el principio de favorabilidad que prevé el numeral 4 del art. 74.