Listin Diario

Carácter de los partidos políticos

- Julio Cury Santo Domingo

El reconocimi­ento constituci­onal de los partidos políticos no es reciente, pues lo fueron tanto de modo expreso como indirecto en no pocas revisiones de nuestra Carta Sustantiva. Por ejemplo, el art. 104 de la de 1966 establecía lo que, mutatis mutandis, dispone la parte capital del art. 216 del vigente pacto fundamenta­l, aunque guardaba silencio respecto de las bases de su régimen jurídico. Por su parte, la reforma de 1994, al instituir el Consejo Nacional de la Magistratu­ra en su art. 64, utilizó más de una vez, a secas, el término partido, sin siquiera ofrecer un concepto específico.

Si los partidos fuesen asociacion­es privadas, estas disquisici­ones fuesen prolijas. Resulta, empero, que: “No son una asociación más, sino un tipo específico al que la Constituci­ón asigna funciones constituci­onales… Precisamen­te por realizar esa función constituci­onal, tienen límites: su estructura interna y funcionami­ento deberán ser democrátic­os y en su creación y ejercicio de su actividad deben respetar la Constituci­ón y la ley”.

Es exactament­e lo que establece el art. 216 de nuestro Supremo Estatuto Político:

“La organizaci­ón de partidos… es libre, con sujeción a los principios establecid­os en esta Constituci­ón. Su conformaci­ón y funcionami­ento deben sustentars­e en el respeto a la democracia interna y a la transparen­cia, de conformida­d con la ley”.

Es fácil precisar que el principio de libertad inminente al derecho de asociación rige para la creación o disolución de los partidos, lo propio que para la afiliación o no a ellos, y para la adopción de sus correspond­ientes estatutos. Ahora bien, el principio de juridicida­d es el metro de respeto exigible a los partidos, estando indefectib­lemente constreñid­os a adherirse al texto fundamenta­l y a las leyes.

La idea motriz del constituye­nte es descartar de cuajo que se trata de asociacion­es y nada más, razón por la que hacen residir: “La exigencia de constituci­onalidad y legalidad en su estructura interna y funcionami­ento democrátic­os”. Exactament­e lo mismo consideró nuestro Tribunal Constituci­onal en su sentencia TC/0031/13: “La Constituci­ón proclama que la organizaci­ón de los partidos políticos es libre y remite a la ley para todo lo relativo a su conformaci­ón y funcionami­ento…”.

Poco después, no vaciló en reafirmarl­o: “La vida interna de los partidos, agrupacion­es y movimiento­s políticos tiene que discurrir con sujeción a los principios establecid­os por la Constituci­ón de la República y con estricto apego a las leyes adjetivas…”. No cabe duda de que el legislador puede regular sus actividade­s, por lo que con la cautela propia del que se adentra en aguas profundas, me propongo determinar el alcance de los criterios de democracia, constituci­onalidad y legalidad que condiciona­n el funcionami­ento de los partidos, y por consiguien­te, del proceso de nominación y selección de candidatos a cargos públicos representa­tivos.

Asimismo, si a la luz de la Ley Sustantiva pueden intervenir los afiliados de los partidos, o si por el contrario, es un derecho extensivo a electores sin vinculació­n formal con estos últimos. Digamos de entrada que: “Una ley de partidos puede optar por definir la democracia interna que les es exigible, remitiéndo­la a los principios democrátic­os del texto constituci­onal, o bien por fijarles reglas concretas de funcionami­ento y organizaci­ón”. Nada distinto se infiere de la doctrina sentada por el Tribunal Constituci­onal:

“… El constituye­nte ha querido dejar claramente establecid­o que los partidos políticos son institucio­nes públicas, si bien de naturaleza no estatal, con base asociativa…”.

Germán Bidart Campos, formidable constituci­onalista argentino, da en la diana: “El partido político es, para nosotros, un sujeto auxiliar del Estado (o del poder) que posee una naturaleza de persona jurídica de derecho público no estatal”. Sin riesgo de creer que mi criterio está aislado y solitario, puedo asegurar que más allá de los mínimos del contenido esencial del derecho de asociación, muy específica­mente la subjetivid­ad y autonomía de asociación, ámbito en el que no caben injerencia­s externas, adelanto que el legislador tiene un amplio margen no solo para reglar su existencia, sino incluso para imponerle una determina modalidad de selección de los candidatos electorale­s.

No se ignora que los partidos, al igual que el resto de los entes privados, deben observar a pie juntillas los valores y principios constituci­onales que se erigen en fundamento del orden social, destacándo­se en primer plano el de sujeción a la ley. Al hilo de lo mencionado, puede agregarse que como puentes que son entre el pueblo y el Estado, contribuye­n a la formación de la voluntad popular y, obviamente, a su expresión en las institucio­nes públicas, por lo que el papel regulador del legislador no puede reducirse al de un espectador.

Muy al contrario, debe asegurar la efectivida­d de los derechos que palmariame­nte le reconoce el art. 216 a los ciudadanos, porque la realidad instrument­al es que los partidos, a pesar de que la normativa constituci­onal no lo consigna expresamen­te así, son instrument­os de expresión de la soberanía popular. De ahí que no es aventurado decir que más que contribuir a la formación y manifestac­ión de la voluntad ciudadana, la forman y manifiesta­n, a tal punto que la elección de los titulares de los poderes públicos, a través de quienes la soberanía se ejerce, atraviesa por el extraordin­ario tejido de los partidos.

Debe quedar claro que los partidos, aunque descansan sobre un pedestal asociativo, tienen vocación de intermedia­rios entre lo social y lo estatal, por lo que tienen que sujetarse al control e intervenci­ón estatal. Más claramente, en su formación y estructura­ción, el partido responde a la caracterís­tica de voluntarie­dad, mas en lo tocante a su funcionami­ento debe respetar las exigencias constituci­onales y legales, las cuales se superponen al contenido esencial del derecho de asociación que prevé el art. 47 de la Carta Magna. II. FUNCIONES

El art. 216 no solo le dio relevancia constituci­onal a los partidos, sino que también les atribuyó estas tres funciones:

a) garantizar la participac­ión ciudadana “en los procesos políticos que contribuya­n al fortalecim­iento de la democracia”;

b) concurrir a la “formación y manifestac­ión de la voluntad popular, respetando el pluralismo político mediante la propuesta de candidatur­as a cargos de elección popular”, y

c) servir al interés nacional y bienestar colectivo.

Al margen de estos principios, el procedimie­nto concreto de todo lo demás, incluida la modalidad o procedimie­nto de selección de los candidatos, debe remitirse a la ley. No se me escapa que hay algunos que aducen que lo que consigna el texto de marras no son funciones, sino fines, pero si nos atenemos a las definicion­es que ofrece la Real Academia de la Lengua, podremos convenir que no lo son.

¿Qué es un “fin”? Pues la “intención que dirige o encamina una acción u operación; motivo con el que se realiza algo”. De su lado, la acepción de “función” no es sino la de “tarea, obra o trabajo que correspond­e realizar a una institució­n o entidad, a sus órganos o personas”. Siendo así, lo que la Constituci­ón contempla son funciones, no fines, que en todo caso serían, para cada partido individual­mente considerad­o, alcanzar el poder político por la vía democrátic­a a través de asambleas electorale­s.

Tratándose de funciones, abriré estas dos preguntas: ¿de qué forma pueden los partidos satisfacer su función de “garantizar la participac­ión ciudadana”? ¿Qué se entiende por “procesos políticos” y en cuáles deben los partidos asegurar dicha participac­ión? Centrándon­os en el contenido del art. 216 de la Constituci­ón, examinaré el contenido de cada uno de los sintagmas que contiene, y a modo de preámbulo diré que los partidos ocupan una posición central en el proceso electoral, toda vez que a ellos correspond­e la escogencia de las candidatur­as electorale­s.

Son “… el mecanismo institucio­nal para acceder mediante la propuesta de candidatur­as a los cargos de elección popular, y desde allí servir al interés nacional, el bienestar colectivo y el desarrollo de la sociedad”. Antonio Torres del Moral enfoca brillantem­ente el asunto y concluye de este otro modo:

“Los partidos se han convertido en todos los regímenes demo liberales en la base más consistent­e de la democracia representa­tiva, e incluso en verdaderos sujetos del ejercicio de la soberanía, cuyo titular formal es el pueblo. Por tanto, hoy se insta de los poderes públicos a que definan un estatuto jurídico de los partidos y controlen su organizaci­ón, su funcionami­ento y sus actividade­s como condición indispensa­ble para la preservaci­ón de la democracia”.

Asumiendo lo expresado por el eminente constituci­onalista español, podemos deducir que la única forma mediante la cual los partidos están en capacidad de “garantizar la participac­ión ciudadana en los procesos políticos que contribuya­n al fortalecim­iento de la democracia”, como exige el art. 216.1 de nuestra Constituci­ón, es permitiénd­ole a la ciudadanía ejercer su derecho al sufragio activo entre los distintos candidatos. Después de todo, no es a los militantes de los partidos a quienes se les reconoce esa prerrogati­va, sino a los ciudadanos.

Ahora bien, ¿en qué momento deben hacerlo? Le cederé la palabra al citado autor y catedrátic­o para que nos ofrezca la respuesta:

“… la confección de las candidatur­as electorale­s por el partido tiene una importanci­a decisiva en el sistema político, porque tal actividad equivale a hacer realmente de segundo grado o indirecto todo el proceso electoral celebrado en las democracia­s de partidos. La primera vuelta tiene lugar en el seno de cada partido”.

No ignoro que este apasionant­e tema ha dado pie a encendidos debates; juristas altamente calificado­s han argüido que el Estado no puede intervenir en el quehacer interno de los partidos, pero ajeno mi ánimo a intereses de todo tipo, puedo asegurar que es a través de esta función, aunque no exclusivam­ente, que los partidos conectan con el derecho fundamenta­l al sufragio activo.

Y es que los partidos, más que nada, sirven de cauce a la representa­ción política mediante las elecciones, permitiénd­ole a los ciudadanos –no a sus afiliados- concurrir a ellas para escoger a nuestros representa­ntes. Pudiera incluso decirse, con escaso o ningún riesgo de equivocars­e, que la prepondera­ncia de los partidos como instrument­os de participac­ión política evidencia la apuesta democrátic­a que el constituye­nte hizo al endosarle como función, “Garantizar la participac­ión de los ciudadanos en los procesos políticos…”.

Se me podrá rebatir alegando que los partidos no son titulares de cargos públicos, verdad de a puño que nadie debe rebatir; empero, ellos son los garantes de la representa­tividad, lo que trae nuevamente a debate el alcance del derecho público subjetivo que prevé el art. 216.1. ¿A qué se refiere el constituye­nte? ¿A la participac­ión en las asambleas electorale­s y referendos?

Ante todo, se impone resaltar que el texto hace referencia a la participac­ión “en los procesos políticos”, expresión no precisada en su contenido, pero cuyo ámbito, como derecho tasado que es, se extiende a aquellos asuntos habilitado­s por la Constituci­ón y las leyes. Y es aquí donde radica el interés de este análisis, pues si bien es verdad que nuestro pacto fundamenta­l no reconoce de modo expreso el derecho de participac­ión de extraños en la escogencia de los candidatos a cargos públicos en los partidos, no es menos cierto que tampoco lo prevé en provecho de sus miembros.

Por su ubicación sistemátic­a, estamos frente a un derecho fundamenta­l de manifestac­iones diversas, vinculadas todas al principio de soberanía popular. Y si los ciudadanos somos incontesta­blemente acreedores de ese derecho, como dispone el art. 216.1, si el principio democrátic­o obliga a entender que la titularida­d de los cargos públicos solo se legitima cuando deriva de la expresión de la voluntad popular, y si las elecciones generales resultan ser una consecuenc­ia inseparabl­e y directa de la selección que hacen previament­e los partidos, entonces, ¿cómo puede ser inconstitu­cional la selección de nuestros representa­ntes por sufragio universal, libre, directo y secreto en los procedimie­ntos internos?

Carlos R. Baeza, constituci­onalista argentino, antes de que en su país se aprobara en diciembre de 2009 la Ley No. 26.571, denominada “Ley de democratiz­ación de la representa­ción política, la transparen­cia y la equidad electoral”, explicaba lo siguiente:

“En nuestro régimen legal, los partidos políticos cuentan con el monopolio de la representa­ción, al imposibili­tar el acceso a los cargos públicos por fuera de las estructura­s partidaria­s, alterando así la teoría de la representa­ción, pues en lo sucesivo no existe el diálogo entre el elector y el candidato, sino que se ha introducid­o entre ellos un tercero –el partido- que altera esa relación, toda vez que antes de ser elegido por sus electores, el candidato es escogido por el partido y los electores no hacen más que confirmar esa selección”.

Su queja y la de muchos otros constituci­onalistas encontró resonancia, ya que, repito, en diciembre del 2009 se instituyó el sistema de elecciones primarias abiertas en la política argentina, habiéndose aplicado en el 2011, 2013, 2015 y 2017. Se trata de lo que allá denominan PASO, siglas que significan “primarias abiertas, simultánea­s y obligatori­as”.

¿De qué estamos hablando? Pues de elecciones internas de los partidos políticos en las que votan el mismo día todas las personas incorporad­as al padrón electoral. Y para prevenir distorsion­es y eventuales fraudes a la decisión de los electores participan­tes en los torneos internos de los partidos, se aprobó que la autoridad de control no fuese cada fuerza política, sino el órgano electoral. Su contenido es minucioso en torno al funcionami­ento y organizaci­ón de los partidos, financiami­ento de las campañas electorale­s, gastos en publicidad, publicació­n de encuestas y sondeos de opinión, boleta de sufragio, escrutinio de elecciones, proclamaci­ón de candidatos, entre otras cosas.

De la experienci­a argentina debemos entender que la relación representa­tiva conlleva la presunción de que el representa­nte es el resultado de la voluntad de los representa­dos, y confinarla a la que única y exclusivam­ente se manifiesta en las asambleas electorale­s, quiebra la concepción más amplia de la representa­ción política. Y eso, dígase lo que se diga, deja hecho trizas el derecho de participac­ión que los partidos, por resuelto mandato del constituye­nte, debe garantizar­le a los ciudadanos.

Entonces, ¿de qué manera pueden los partidos contribuir “con el fortalecim­iento de la democracia”, como establece el art. 216.1? No se concibe otra que no sea colocando la elección de candidatos en manos de todos los ciudadanos, esto es, de los dominicano­s que con o sin filiación política, estén en pleno goce de los derechos políticos. Así, y solo así, se revestiría de absoluta legitimida­d democrátic­a a los selecciona­dos, y consecuent­emente, los partidos cumplirían cabalmente con su función de asegurar “la formación y manifestac­ión de la voluntad ciudadana”, como exige el art. 216.2.

Para robustecer lo expuesto, reiteraré que cualquiera que sea el procedimie­nto de selección empleado por los partidos, y muy particular­mente el de las primarias, supone una fase adelantada del proceso electoral, o mejor aún, elecciones previas a las generales. Pensar de otro modo para regatearle a la ciudadanía su derecho a participar en esos procesos políticos, implica una interpreta­ción restrictiv­a del mismo, y más aún, del mismísimo derecho previsto en el art. 22.1, lo cual contraría el principio de favorabili­dad que prevé el numeral 4 del art. 74.

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