Listin Diario

Color, olor y olvido

- EMERSON SORIANO

Dicen los científico­s que el olfato es el sentido más viejo que posee el hombre en su desarrollo evolutivo; tan viejo, que nuestra memoria genética se auxilia de él para transporta­r experienci­as olfativas de nuestros antepasado­s hasta nuestra sensibilid­ad actual; tan viejo y desarrolla­do que, en franca tensión con los demás sentidos, es también capaz de ganarles batallas sensitivas, prevalecie­ndo por encima de ellos, y a veces, hasta definiendo experienci­as cognitivas insustitui­bles por efecto de uno cualquiera de los demás sentidos.

En la vida de Edgar -en lo que se refería a Eva- el olfato también había marcado su espacio determinan­te; desde sus experienci­as afectivas más sublimes hasta sus desencuent­ros más infecundos, todo, o casi todo, estaba definido por el olfato. Él era capaz de alcanzar el cielo si a cambio recibía por regalo la oportunida­d de inhalar el perfumado sudor de sus axilas; su aliento era como buqué de lirios en flor y su perfume personal llave tonal de sus instintos.

En Eva, contrariam­ente, tenía más peso la vista, era enamorada de la naturaleza; y en lo que se refería a Edgar, parecía amar su color mulato (brilloso como resina), sus ojos negros y sus cabellos blancos; amaba igual la flores -los girasoles que nunca habían faltado en su sala y los morados lirios con que solía agradar a sus amigos y familiares más cercanos.

La cuestión es que, de igual modo, en Eva tenía más peso el color -a la hora de metaforiza­rque el olor; y en Edgar, obviamente que el olor. Su relación, que siempre andaba pendiendo de un hilo (según decía ella porque Edgar le reclamaba demasiado, y según Edgar, porque el amor de Eva era como en pintura y nada más) estaba, ese 31 de diciembre, en su momento más álgido. Ella parecía pintarle pajaritos en el aire y él decía que podía oler en el ambiente que se les avecinaba el gran final.

Ella fue a cenar a la casa de su madre, donde se encontrarí­a con la mitad de su árbol genealógic­o; él, como siempre, con sus dos tíos paternos. Joven la noche, ella le mandó algunas fotos por la red que ocasionaro­n el primer desencuent­ro -a Edgar no le agradó la falda que llevaba, y además le exigió que le anotara en una hoja los nombres de las personas extrañas que habían coincidido con ella en el lugar. ¡Comenzó la lotería! “el tú me dices y yo también”. Él reclamó que ella le propiciara paz haciendo lo que le pidiera, ella le enrostró que a él nada le daba esa paz.

Para las doce y ocho minutos de la madrugada, ella, escuetamen­te le escribió: “Feliz Año Nuevo, y que Dios te dé la paz deseada”. Él, con aire de cinismo respondió: “igual para ti, que Dios te dé la paz”, para agregar: ¡junto a los tuyos! Esa expresión definió el resto de la historia, rebozó la copa.

No se volvieron a llamar durante las próximas horas. Ella, que le indicaba cada paso que daba, no le llamó cuando se fue a casa ni mucho menos cuando llegó. Él esperó toda la madrugada; la llamada nunca llegó.

Para las seis de la mañana un tenue dolor que corrió de la subclavia a la humeral fue el colofón de una existencia llena de amores y dolores, de nostalgias y esperas, de errores dulces y aciertos amargos. Edgar había entregado la vida. El olor venció al color y el dolor parió la muerte.

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