Cuando el Papa entró en Roma vestido de peregrino
El Emperador Enrique III (1039 – 1056) colocó a tres papas sucesivamente en la sede de Pedro. Recorriendo la vida del tercero conoceremos la vida de la Iglesia en la primera mitad del siglo XI.
Bruno, nacido en el 1002 en una familia noble y educado en Toul, llegaría a ser canónigo de esa catedral. El año 1025 al 1026 le vemos en Lombardía, al norte de Italia al mando de las tropas que le había encomendado su obispo enfermo. En el 1027, estando su obispo para morir, el Emperador Conrado II lo nombró obispo. Durante toda su vida, Bruno conservaría las cualidades de un capitán militar: decisión, liderazgo personal, arrojo, dinamismo, rapidez de movimientos y una excelente selección de colaboradores.
Al fallecer el papa Dámaso II, en agosto del 1048, muchos eclesiásticos promovían la candidatura de Halinard de Lyon, pero el Emperador Enrique III nombró papa a Bruno, quien solo aceptó con la condición de que su elección fuera ratificada por el clero y el pueblo de Roma. Allá llegó el flamante papa vestido en traje de peregrino para comunicar dramáticamente un mensaje al pueblo y dignatarios de aquella ciudad. Fue coronado el 12 de febrero de 1049. Bruno se sentía tan ligado a su sede de Toul que simultáneamente al cargo de papa, presidió esta diócesis hasta el 1051. Su elección al papado se debió sin duda a que el Emperador había presenciado el celo reformador de Bruno en un sínodo en Worms.
Dos males aquejaban a la Iglesia: la simonía y la vida en concubinato de muchos sacerdotes. En los inicios del siglo XI una nueva situación le permitió a la Iglesia enfrentar ambos males. Ahora la Iglesia estaba en capacidad de elaborar las normas disciplinares y poseía la organización para implementar este derecho. Existía un clero unido y formado, vinculado a sus obispos, quienes a su vez se encontraban unidos al papa.
Desde los inicios del cristianismo, persistía en la Iglesia el pensar, que “los dones sobrenaturales y los poderes carismáticos podían comprarse con dinero”. La simonía, llamada así por la propuesta interesada de Simón el mago a Pedro (Hechos 8, 9 – 24), se fue extendiendo a todas las actividades espirituales: los sacramentos, la designación a cargos eclesiales y hasta las ordenaciones sacerdotales y episcopales. Algunos llegaron a pensar que las ordenaciones simoníacas eran nulas, pues todavía en aquellos tiempos no se distinguía muy bien entre validez y licitud de un sacramento. No era raro el que un obispo pagase una obligación feudal al aceptar el mando sobre determinado territorio, o que un sacerdote le diese dinero al señor feudal para “entrar” a trabajar en el sistema parroquial de su territorio. En el desbarajuste de los siglos IX y X, muchos laicos se apropiaron de “dominios y cargos eclesiásticos”, ahora los reformadores enfrentaban, “las consecuencias que de esto se derivaba para la Iglesia: servidumbre, pillaje y degradación moral”.
Un segundo mal era la incontinencia de los clérigos. Desde el Concilio de Nicea en el 325, se exigió a los clérigos la castidad y el celibato. Al derrumbarse la civilización romana en el siglo V, el olvido de este precepto fue cada vez más corriente. Esto hizo que algunas parroquias fueran hereditarias; que se dispersaran las propiedades de la Iglesia entre los familiares de los eclesiásticos.
Esto solo se resolvería “formando un clero íntegro y disciplinado, gobernado por obispos independientes de los señores laicos y elegidos libremente, consagrados conforme al derecho canónico y dirigidos a su vez por un papa enérgico, capaz de someter y de aplicar la disciplina tradicional canónica de la Iglesia romana” (Nueva Historia de la Iglesia, 1977, II, 180-181). Ese papa enérgico, tal vez demasiado, sería León IX (1049 – 1054). EL AUTOR ES PROFESOR ASOCIADO DE LA PUCMM mmaza@pucmm.edu.do