Perseguido
Solo el cristiano que en su propia alma agitada vivió en el siglo I, bajo el Imperio romano, aquella condición no privilegiada, es decir, elegido, sí, pero peregrino y disperso, que vio amenazada una y otra vez su vida y, con ello, su precioso derecho a predicar el evangelio, solo un redimido así sabía toda la fe, la paciencia y la esperanza que requería para permanecer fiel y alegre, y alabar a Dios, que por medio de la resurrección de Jesucristo le cambió totalmente su existencia.
Un cristiano así sabía que nada en aquel lugar era más difícil y arriesgado que mantener incontaminada la propia espiritualidad en medio de una sociedad hostil. Solo cuando miraba el ejemplo de Cristo, quien padeció, murió y resucitó para dar salvación a los pecadores, recibía aliento para permanecer ejemplarmente íntegro en espera de la gloria que vendría tras el presente sufrimiento.
Uno de estos santos era Pedro, un apóstol con singular conocimiento y valentía, que hablaba a los hermanos con la inspiración del Espíritu Santo. “Más si sufrís y lo soportáis –escribió- , esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas… quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados. Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas”. (Ver 1 Pedro 2:15-25).