OTEANDO Universo interior
Sí, la odiaba y la amaba al mismo tiempo, pero era evidente que la amaba más de lo que la odiaba; o quizá, el mismo odio era una expresión de amor, solo el envés de una moneda oxidada por los efectos de la intemperie de las decepciones.
Odio o amor, “toro o vaca”, se confundían de modo recurrente en el pensamiento de Octavio, para terminar diluídos en el caldo fósil de una tarde triste de desengaños miles. Decidió llamarla y reclamar de nuevo, reclamar más, reclamar el desdén, la apatía, pero sobre todo la manifiesta fortaleza de su cansancio, el pernicioso grado de su indiferencia.
Ella contestó, pero como siempre, solo para negar lo que él afirmaba o afirmar lo que él negaba; en esa falsa dialéctica se desempeñaba siempre su discusión sobre cualquier tema. Pero la seguía amando, y entonces, decidió huir, perdón, quise decir, escribir. Sí, escribir, escribir resulta a veces catártico, permite decir lo que nadie oirá, para satisfacer de modo endosimbiótico tus propias expectativas de lo pretendido sin el concurso ajeno, verificarlas en ese mundo interior que nadie puede permear con sentimientos contrarios; permite hasta no decir, porque mientras escribes te abstienes, modulas, siempre en la falsa idea de que eres escuchado y de no herir susceptibilidades; siempre con la vana pretensión de ser correspondido.
Escribió hasta el amanecer, momento en que le envió a ella el siguiente mensaje: “Demuéstrame que soy el dueño de tu corazón amor”; “ya, suelta esa rabia, perdóname”. Ella, lacónica como siempre, contestó: “No tengo rabia, no tengo nada que perdonarte, solo que no puedo estar a tu lado”.
La sentencia laceró su sentimiento más sublime, su amor infinito. Pero era abogado y decidió recurrirla.