PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA Factores y sucesos para comprender Las Cruzadas
Al igual que el islam, el catolicismo poseía una conciencia misionera proselitista. Basta mirar las luchas, en parte defensivas y en parte ofensivas, en las fronteras de la cristiandad. Ahí están las luchas contra los mahometanos en España, los esfuerzos bizantinos contra el islam, invasor de sus antiguos dominios, y la cristianización germana de los eslavos en el este, mezcla de expansión guerrera, reacción contra las incursiones violentas, para degenerar en robo de tierras, sujeción y catequesis forzada. La piedad corporativa de la nobleza medieval interpretó la cruzada como un objetivo acorde con sus propios ideales. La guerra era competencia del rey, a él le tocaba mantener la paz interior y exterior. Al desmoronarse la autoridad real en el sur de Francia, durante los siglos IX y X, se incrementaron los conflictos y la depredación de los bienes de la Iglesia. Obispos y Sínodos exigían la “Paz de Dios”, para ello “formaron milicias de paz dispuestas a luchar (“¡Guerra a la guerra!”). La jerarquía y el sacerdocio entraron a suplir la debilidad del monarca. Añádase a esto el prestigio enorme que tenía la guerra entre los germanos. La licitud de esta guerra que hoy en día nos aterra, había sido afanosamente apuntalada. Por ejemplo, San Agustín († 430) permitía la guerra defensiva a favor de los creyentes. Ya Gregorio I (590 - 604) había fomentado la guerra “para la difusión de la fe”. Carlomagno († 814) la usó para someter a pueblos enemigos de la fe, como los sajones contra quienes organizó terribles represalias. De estas contiendas nació la sacralización de la nobleza, “el caballero se obligaba solemnemente a defender el bien de los pobres, de las viudas y de la Iglesia”. Hubo objetores como Fulberto de Chartes, pero en general “se intensificó la disposición de luchar por la cristiandad contra enemigos externos, especialmente contra el islam”. Era la respuesta “cristiana” a la yihad. El musulmán caído iba derecho al paraíso, el católico, al encuentro con Dios sin purgatorio.
Algunos príncipes eclesiásticos habían reaccionado contra los “intrusos paganos”, por ejemplo, contra los vikingos; el Papa León IV (847–855) contra los sarracenos y Ulrico de Augsburgo contra los magiares. La guerra contra los musulmanes en España, La Reconquista, se entendió como una Guerra Santa. Se había intensificado a partir del 1050, recibió un importante apoyo papal en el 1063 y un espaldarazo con la conquista de Toledo en el 1085.
Muchos católicos pensaban que, ayudando a los griegos, separados desde el 1054, tal vez volverían a la unidad, y de paso, “la nobleza occidental abandonaría las peleas internas” y se concentraría en la guerra contra el islam.
El ambiente bélico estaba preparado por toda una mentalidad que se refleja en ‘Gesta Dei per Francos’: “Cuando irrumpió aquél tiempo que el señor Jesús recuerda diariamente a sus fieles, especialmente cuando se dice en el Evangelio: “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga” (Mateo 16, 24), un poderoso movimiento se extendió por todo el suelo francés, de forma que todo aquél que deseaba seguir a Dios con puro corazón y cargar con la cruz, trataba de emprender lo antes posible el camino hacia el Santo Sepulcro>> Friedrich Schragl, “Las Cruzadas” en J. Lenzenweger y otros, Historia de la Iglesia Católica, 1986, 354 - 356.
Francisco Martín en su Historia de la iglesia nos ilumina: en una sociedad donde los ricos y nobles descalificaban y excluían a los pobres y sin abolengo, “en el fondo, la Cruzada se presentaba para ellos [los pobres] como una especie de revancha, pues creían ser los primeros a la hora de imitar la pobreza de Cristo, donde los poderosos no cuentan. Les servía, además para librarse de la gleba…” (I, 2013: 271).