Listin Diario

Legado de amor

- EMERSON SORIANO El autor es abogado y politólogo.

Le dejó la costumbre del desvelo, por ella vendía en un tarantín de esquina de parque, de miércoles a domingo, de seis de la tarde a dos de la mañana, hamburgues­as, hot dogs y también yaroas, a las cuales él le hacía por las tardes una ofrenda de adicional devoción envuelta en el puerro, las verduras y tomates de un pico de gallo de aprendiz que el amor fue capaz de convertir en manjar.

Le dejó la costumbre de soñar despierto, de agarrar el cielo, invertirlo y habitarlo en un oficio malabarist­a que no aprendió por él, sino por ella, desarrolla­do en el circo de las pasiones, perfeccion­ado en la arena de las ausencias.

Le dejó, por todo inventario, la costumbre de ir y volver con singular desparpajo e indiferenc­ia, dándole motivos que no eran, fabricando nuevos tipos delictuale­s, de variadas especies; la costumbre del castigo recurrente con nombre de abandono y de premios subsecuent­es con nombres de caricias.

Puso en hombros ajenos la culpa de sus ausencias, se cobijó en sus hijos, en su madre; le inventó en un día la tortura de los años, le lloró la vida, le cantó la muerte; le puso una alfombra a los dolores construida de alfileres y navajas, para aumentarlo­s, y en sádica actitud, disfrutar su llanto, saborear su angustia.

Y un día, después de un nuevo adiós, a las tres de la madrugada él, que se encontraba en pleno ejercicio del oficio del trasnoche, que buscaba en la obscuridad una estación para el sueño que no se mostraba, que no aparecía ni en el catálogo de Zeus, se levantó y escribió: “cuando la conocí, para mí, no era necesario el amor, pues jamás lo había sentido; no tenía por norte una persona, sino el mundo; temía entrar en la granja de las bajas pasiones. Ella lo transformó todo, me llevó a las antípodas de de mi universo, me invirtió la vida, me condujo al submundo de los deseos, haciendo hedónica mi existencia y enjaulando mis sentidos”.

Escribía sin parar, lo hizo por casi dos horas y concluía escribiend­o: “pero a pesar de todo, después de ella no hay nada más, solo ella es fuente inagotable de mi más pura inspiració­n y solo un amor como el que siento traduce el dolor en bálsamo y su cruel silencio en tañido de esperanza”.

Se detuvo, miró el reloj -¡las cinco!-, sonó el teléfono, corrió a tomarlo, la noticia lo dejó pasmado, un escalofrío recorrió su cuerpo entero; en un minuto hizo retrospecc­ión de todo lo vivido; condensó en ese tiempo, desde aquel mágico momento en que la conoció - pasando por todas sus partidas y todos sus regresos-, hasta el día en que le hizo a ella su última sopa de vegetales en una tierna manifestac­ión de infinito amor. Iba a realizar de nuevo el recorrido mental, como temiendo que faltara algún detalle, pero consideró estéril el esfuerzo, ella se había ido, y esta vez para siempre, ella había muerto. ¿Para qué un homenaje póstumo, traducido en reconocimi­ento interior? ¿para qué seguir amando? Se había quebrado ya el espejo que reflejó sus mejores días y él volvía a ser, o quizás a no ser.

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