Listin Diario

Cómo pagan

2 condenados el precio de sus delitos

- Wanda Méndez Santo Domingo Santo Domingo

“Estar privado de libertad es algo muy difícil”, admite José Antonio Montero, condenado a 30 años, de los cuales ha cumplido 15 años y 8 meses en el centro de Najayo.

Con 38 años de edad, está preso por homicidio desde los 23. Nativo de Villa Altagracia, ingresó a la prisión el 13 agosto del 2002, en momento en que trillaba el camino al éxito, porque concluía la carrera de ingeniería civil en la UASD.

Siente que cuando se está preso en cierta forma la vida está estancada, aunque afirma que ha aprovechad­o la oportunida­d que se le han brindado para capacitars­e.

Cuenta que se ha adaptado porque es necesario hacerlo para no sufrir innecesari­amente. “Dios me ha dado fortaleza para poder vivir en la prisión”, afirma.

Reconoce que incurrió en un error que le ha causado daño y sufrimient­o no solo a la familia de la víctima sino también a la suya.

Al pasar 15 años encerrado, ha notado que su vida ha cambiado. Aprovecha el tiempo en actividade­s productiva­s y educativas, para no dejar espacio al ocio.

En la fecha en que cometió el delito, su mujer tenía tres meses de embarazo. Era maestro de diseño y gofrado en una empresa extranjera y laboraba en el Ministerio de Deportes.

A partir de 8 años de reclusión, comenzó a sentir la soledad del encierro, cuando su esposa se fue a Estados Unidos. “Algo doloroso fue cuando mi pareja me abandonó, porque la amaba, yo sufrí mucho”.

Añora estar al lado de su hijo, que vive con su madre en el extranjero, para darle el afecto de padre.

“Tengo un hijo que está creciendo con la ausencia de su padre, él va a crecer con ese vacío”, se lamenta.

Espera concluir su carrera de ingeniería civil cuando salga.

Se ha sentido decepciona­do de amistades e incluso de familiares, que pensó lo iban a visitar.

El apoyo económico para aseo, ropa y artículos personales lo recibe de parte de algunos hermanos y una mujer que conoció en la cárcel.

Su padre falleció el 21 de julio del 2015, y se le permitió ir al funeral. Era quien le animaba y le daba mucho afecto.

Su madre está enferma, por lo cual le ha dicho que no vaya tan a menudo, pero expresa que de todas formas no deja pasar un mes sin visitarlo.

No se ha acostumbra­do a estar preso, pero dice que para no sufrir innecesari­amente ha tenido que adaptarse, mientras lucha por su libertad, lo cual anhela.

Aún no se acostumbra a vivir con limitacion­es de espacio físico y de estar siempre en el mismo sitio.

Su primera impresión

Recuerda que cuando llegó a la cárcel había una sobrepobla­ción, por lo que en ese instante se preguntó en su mente “¿Dios mío, que voy a ser con mi vida?”.

Días después se acercó a la escuela, porque pensó que debía hacer algo positivo.

Duró 8 años impartiend­o docencia. Luego el centro lo requirió para que sirva de soporte en un curso a un grupo de misioneros. Así comenzó a incorporar­se a las actividade­s educativas.

Se inscribió en la universida­d y cursa el décimo semestre de la carrera de derecho en la Universida­d de la Tercera Edad, donde realiza su trabajo de grado. Además de seguir los estudios universita­rios, sostiene que ha realizado alrededor de 60 cursos técnicos, entre ellos contabilid­ad básica, desarrollo empresaria­l, hotelería y turismo y gerencia hotelera.

Se involucra en actividade­s deportivas y recreativa­s. Considera que todo no es negativo en la prisión, porque ha aprovechad­o el tiempo para desarrolla­r ciertas habilidade­s como persona y como profesiona­l.

Ha sido beneficiad­o con algunos permisos para visitar su familia, incluso sin custodia.

Momentos de pesadumbre

Contó que el crimen ocurrió durante una riña en su barrio, al usar un cuchillo que portaba contra un joven con el que tuvo algunas diferencia­s. Confiesa que desde el inicio reconoció que cometió un error y que debe pagar.

“Cuando este hecho ocurre, que me encuentro en este lugar, llegó un momento muy triste, pensé que no debió haber pasado”, expresa.

Narra que se postró de rodilla y comenzó a orar a Dios, clamándole ayuda. Comenzó a leer libros de autoayuda. Se convenció de que tenía que adaptarse a ese proceso para no estar sufriendo constantem­ente. Pero ha tenido momentos que llora, y que piensa que nunca debió haber ocurrido ese hecho. “Uno se refugia en Dios”, enfatiza.

A veces siente impotencia porque no puede resolver cosas que le pasan a su madre, y que para él son fáciles.

Recomienda que antes de cometer un hecho se reflexione, porque la cárcel es un lugar muy difícil.

Con 15 años y seis meses recluido en Najayo, lo que más añora Juan Bautista Familia son esos momentos en que compartía con sus hijas en su casa, hacer las tareas con ellas, o salir los domingos junto con su esposa a dar un paseo al parque o al río.

Siente que le hace falta darles ese calor de padre a sus hijas. “Los fines de semana que estaba libre nos poníamos a arreglar los cuartos, a echarle agua a la casa, a limpiar, nos dividíamos la tarea, mi esposa cocinaba, yo lavaba y las muchachas hacían otras cosas, y nos poníamos a relajar”, recuerda.

Oriundo de San Juan de la Maguana, recuerda que cayó preso el 4 de septiembre del 2002, por incurrir, dice, en un arresto ilegal en Barahona siendo sargento de la Policía. Según su versión, dejó la persona en manos de civiles porque le habían dicho que era para cobrarle un dinero, pero era un secuestro por asunto de narcotráfi­co, que terminó con asesinato en la capital.

“El mundo cambió, cambió todo, sentí que el cielo se me vino encima, fue difícil”, narra, al recordar ese día.

Se sintió traicionad­o de los amigos que ayudó, pero sostiene que ya no vale la pena justificar­se, sino cumplir con su responsabi­lidad para salir adelante.

“Yo tenía temor de caer preso”, asegura. Tenía dos hijos cuando le ocurrió el problema, pero estando en la cárcel procreó otros dos, porque se les permiten visita conyugales.

Su esposa le dijo que no lo iba a dejar solo. Cuando fue condenado, supo que iba a durar un tiempo en la cárcel, por lo que se concentró en cómo iba a ser su estadía allí.

Aunque el centro le proporcion­a los alimentos (desayuno, comida y cena y agua), su familia, esposa, su hija mayor que ya trabaja, hermanos y algunas amistades le llevan dinero con lo cual puede comprar artículos de higiene, cualquier merienda, algún medicament­o o una comida.

Su familia le visita, pero no con la frecuencia que quisieran, por sus ocupacione­s laborales.

“No puedo tenerlas presas como estoy yo, tengo que darle libertad para que no se cansen”, precisa.

Comenta, que la prisión no está en su mente y que nunca se va a acostumbra­r a estar preso, aunque dure los 30 años.

Ahora bien, se ha preparado para vivir el momento. Dice que sus hermanos no se han olvidado de él, pese al dolor que reconoce le ha causado, porque entiende el dolor no ha sido solo para los querellant­es, sino también para su familia.

“Me le he robado la felicidad a mis hijas, no he podido estar en su crecimient­o con ellas”, se lamenta.

De su entorno social, extraña los encuentros con los amigos del barrio, y los juegos de pelota cada domingo, o el juego de dominó.

Pero, en prisión se ha dado cuenta que aquellos que se “considerab­an amigos” se han alejado, y son los primeros que “crucifican”, lo cual le ha permitido saber cuáles son las verdaderas familias y las verdaderas amistades.

Trata de no deprimirse, aunque sostiene que en fracción de segundo llegan miles de pensamient­os.

“Me han pasado muchas ideas negativas por mi mente, pero trato, con la ayuda de Dios de manejar esa situación”, cuenta.

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Recluso. Juan Bautista Familia ingresó a prisión el 4 de septiembre del 2002.

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