Dejarle todo a Dios
Hay momentos en los que nos creemos inmortales, algo así como un ‘todopoderoso’. No nos detenemos a pensar que tras nuestros planes hay uno que tiene lo que, al menos yo, llamo ‘un plan perfecto’: Dios. Me emociona saber que hay otras personas que también lo creen así. Mi amiga Grecia me confesó que se sentó a esperar que una vecina suya ‘cayera’ de la alta nube donde vivía. El día menos pensado fue testigo de cómo bajaba desde lo alto con tal impulso que tocó fondo. Esteban, un señor a quien aprecio mucho, me hizo el comentario de que un amigo suyo lo había traicionado y que no pasó mucho tiempo para que a él le hicieran lo mismo. “No se lo deseé”, me dijo, pero el hecho me confirmó que hay que dejarle todo a Dios. Tan satisfactoria ha sido la experiencia de estas dos personas que ambos me solicitaron que traslade a este tipo de persona a una ciudad fabulosa. Así lo hice. Junto a ellos dos, fuimos a un lugar donde se pone en práctica la frase: la grandeza del hombre está en su humildad. Nadie ostenta poder y, quienes por asomo intenten hacerlo, alguien se encarga de recordarle que la vida es un búmeran y que lo que hoy haces a otros mañana te lo hacen a ti. Siempre en compañía de Grecia y Esteban recorrimos las calles de la ciudad para percatarnos de qué hacen para evitar sentirse más que los demás. Nos encontrábamos con una sonrisa en los labios de los pobladore que revelaba cuán importante es para ellos tratar a todos por igual, aun no sean personas conocidas. Nos alegraba de tal manera ver la forma en que uno ayudaba al otro, en cómo la palabra maltrato no existe allí, en cómo la vanidad no se conoce... Seguíamos la caminata, y verlos cómo se abrazaban y se daban muestra de afecto unos con otros nos hacía extrañar aun más la humildad que es escasa en nuestra realidad, donde la gente confunde empoderarse con sentirse más que su prójimo. Así que, al regresar vinieron convencidos de que es posible poner en práctica el mandamiento: “Amar al prójimo como sí mismo”. Y vinieron con algo bien claro y es que: todo lo que haces a otros, te lo harán a ti. Él te da libre albedrío, pero después te pasa tus facturas. Por encima del Todopoderoso no hay nada, por eso hay que dejarle todo a Dios.