Peor que la pobreza: la desigualdad
Fue en mi casa paterna donde conocí la igualdad.
La aprendí como norma de vida, no solo oyendo en la tertulia vespertina a Pedro Mir y a Juan Bosch, sino en una práctica cotidiana que me parecía natural; ver sentados en la mesa, al lado uno del otro, almorzando a Fabio Fiallo, poeta de apellido sonoro y aristocrático, y a Mauricio Báez, negro, obrero y sindicalista.
Papá fue socialista, lo reconoce así ese historiador integérrimo que es Roberto Cassá.
Dé él conservo la praxis, de la igualdad que asumí como parte del equipaje de valores que, a falta de fortuna me dotaron papá y mamá, y que me acompañan aun.
He pasado muchos años oyendo y hablando no de la desigualdad sino de la pobreza.
Los organismos internacionales, alertaban sobre las cifras que denunciaban la excesiva cantidad de pobres que nos impiden llegar a un estado de desarrollo sustentable, diferente del crecimiento económico. Sin una justa redistribución del ingreso, ese crecimiento solo sirve para presentar estadísticas, propagandas para quienes sí han crecido económica y socialmente desde el poder.
Pese a los significados trucados, se han hecho en varios países de nuestro continente esfuerzos serios para disminuir la pobreza, aunque se parte de unos parámetros trazados en gabinetes, números fríos que no representan el alma delante de las múltiples y complejas pobrezas humanas.
Pero aun después de las estadísticas en cuanto a número de pobres se refiere, ha aparecido otra cabeza de la hidra de la injusticia social: la desigualdad, esa que desconocí mientras fui niña y a la que he combatido y combato.
La pobreza, en cierto modo, nivela. La primera vez que viajé a Cuba vi pobreza. Era un estado compartido, casi gozoso, por quienes se sentían iguales en las privaciones.
La desigualdad, por el contrario, separa, divide, crea actitudes de envidia, de ofensa, de odio incluso. Un país con profundas y dolorosas desigualdades como es la Republica Dominicana, es vientre peligroso y pródigo de generaciones que crecerán sin conocer la solidaridad.
En el modelo socioeconómico neoliberal, la desigualdad se impone.
Precisamente porque hay “crecimiento económico,” aunque en base a reiterado endeudamiento, hay un sector político gobernante que en base a maniobras turbias y corrupción, se hace cada vez más rico. En la cúspide de la pirámide injusta del modelo, se concentran millonarios en dólares, en yenes y euros. Algunos de esos “jeques” criollos han dicho con arrogancia, que no saben la cuantía de sus fortunas.
Contrariamente, en la base de la pirámide, la mejoría se siente muy precariamente. Los salarios son ínfimos al lado del costo de la canasta familiar, no se crean empleos estables y decentes, como reclaman la OIT y la ONU, muchos empresarios que aún no se sienten burgueses nacionales, entienden la competitividad como bajos salarios y horas extras, incluso algunos en RD pretenden eliminar la cesantía.
El dinero que ganan esos poderes fácticos, no se invierte en muchos casos en el país, ahí están los paraísos fiscales para comprobarlo.
La pobreza no se reduce con dádivas, sino con una política pública de Pleno Empleo y Seguridad Social. Aquí apenas se ha logrado bajar uno que otro percentil que lleva a ese estadio indefinido de “vulnerabilidad”. O sea, en inminente peligro de volver a ser pobres, muy pobres.
Si se aplica un análisis comparativo, surge de inmediato la verdad.
El enriquecimiento acelerado en base a endeudamiento y a despojo es tan desmesurado arriba, y el vaivén inseguro entre vulnerables y pobres tan continuo abajo, que la brecha se profundiza en lugar de disminuir. ¡Desigualdad!
Porque desde niña aprendí la igualdad, enseñé en la primera Escuela de Cuadros del PRD el Socialismo Democrático, empapado de igualdad y de justicia, y porque la desigualdad es una plaga social que impide construir un sistema democrático real, escribo sobre esta diada antagónica este En Plural, y otro más el próximo sábado. Sin muchos numeritos, pero con datos ciertos ¡y con el alma!