El evangelio es poder
Filósofos y maestros, eruditos e investigadores, artistas y hombres de letras, educadores y es- tudiosos han transmitido sus criterios para mejorar o cambiar al ser humano. Infinidad de programas, creencias y religiones aseguran que tienen la clave para transformar y elevar la vida de las personas. Y ciertamente muchas ideas han logrado motivar, en gran medida, a un sinnúmero de individuos a superarse, reformar su actitud y desarrollar sus potencialidades. Pero siempre que el hombre apunta muy alto en su perfeccionamiento, esta aspiración vuelve a caer como una catarata. La razón es que estos encomiables esquemas no tienen poder para quitar el germen maligno, el pecado, arraigado en el corazón y que frustra los laudables intentos de conversión.
Solo el evangelio es poder de Dios para regenerar, hacer renacer e infundir una nueva esperanza, fruto del perdón de pecados, la salvación del alma, la vida eterna en los cielos y la presencia del Espíritu Santo en nuestro interior. Con razón el apóstol Pablo proclamó, inspirado de lo Alto: “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego (es decir, “a los judíos y a los que no lo son”) Romanos 1:16.
En verdad, ni un solo periodo de la historia vio prevalecer, en el mundo, la transformación de los seres humanos por buenas obras, la cultura, rituales, o cualquier otro medio terrenal. Solo el poder de Dios puede deshacer la naturaleza caída del hombre e infundirle elevadas fuerzas espirituales. Ya en su última etapa, Pablo escribe a la iglesia en Corinto, en clara referencia al evangelio: “La palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios”.