El transporte público
Es indiscutible que el tema del transporte ocupa un lugar de importancia en la agenda presidencial. La Ley 63-17 de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial que crea el Instituto Nacional de Tránsito y Transporte Terrestre, absorbiendo por lo menos 5 instituciones vinculadas y la transformación de la antigua Autoridad Metropolitana de Transporte en la Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre, indican el interés del gobierno en resolver la crisis del sector.
Un problema complejo y variopinto que, entre otras cosas, refleja falta de organización, control y sanciones, pero sobre todo ausencia de criterio y la necesidad de un cambio en la mentalidad de sus actores. Y es que al drama de la sobrepoblación vehicular, la proliferación de chatarras, los entaponamientos, la falta de parqueos y la inobservancia de las más elementales reglas de conducción, se sobrepone como punto neurálgico la inexistencia de un adecuado sistema de transporte público.
Uno que le garantice a la po-
Mblación poder trasladarse a los distintos puntos de una forma digna, cómoda, segura, económica y rápida, con paradas y frecuencias programadas, pero sobre todo sin los riesgos de ensuciarse, retrasarse, ni verse envuelta en los habituales pleitos a tiros, batazos y machetazos que se suscitan entre los operadores de rutas.
Decidido a tomar el toro (válido el paralelismo) por los cuernos, el gobierno explora opciones de un acuerdo con los principales líderes del sistema, esos empresarios del transporte que camuflados de sindicalistas históricamente han usufructuado de privilegios, canonjías y subsidios, quienes, y como es de suponer, han pedido por su boca, y mucho.
Concesiones de todo tipo y cifras astronómicas por retiro de unidades así como una serie de etcéteras, que deben ser tomadas con pinzas por el gobierno cuyo principal objetivo debe ser garantizarle un buen servicio a la población y no perder el control del mismo. Sobre todo entendiendo que la transformación debe darse con los choferes y no solo con los empresarios. ONATRATE, OMSA y OPRET, pasando por los subsidios (pérdida de dinero) para guaguas, taxis, “garzas y pollitos”, muestran una ruta que debe ser cuidadosa para que el pueblo y los gobiernos no sigan de pendejos. Ojo pelao... uy pronto, la cruzada se le fue de las manos al Papa y a sus legados. Los eclesiásticos que regresaban del concilio de Clermont a sus comarcas, proclamaron la cruzada. El mismo Urbano II recorrió la geografía francesa “reclutando cruzados”.
En el norte de Francia, la cruzada fue proclamada por espontáneos no autorizados. Aunque Pedro el Ermitaño, según la enciclopedia católica, estaba aprobado por Urbano II para predicar la cruzada, sus sermones fogosos, llenos de visiones apocalípticas y garantizando la victoria por la fe, no por la fuerza, se diferenciaban de aquellos de los delegados papales.
Con Pedro el Ermitaño nació la llamada “Cruzada de los pobres”, compuesta por gente de a pie. Abundaban los campesinos, pero no faltaron nobles y artesanos. Eran hordas sin disciplina ni equipo, se dedicaron al pillaje. Al cruzar la región del Rin, movidos por inveterados prejuicios cristianos, come- tieron horribles matanzas contra los judíos, a quienes no les valió la protección de los obispos.
Guiberto de Nogent (1055 – 1124) benedictino, teólogo e historiador, recogió el entusiasmo de la partida: “una vez terminado el concilio [de Clermont, Francia] se levantó por todas partes un gran rumor, y era tan grande el celo de los pobres, inflamados por los deseos [de emprender el viaje] que ninguno de ellos consideró la pequeñez de sus ingresos ni examinó la conveniencia de abandonar sus casas, campos y viñas, al contrario, cada uno vendió lo mejor de sus posesiones a un precio mucho menor…, y todos se dispusieron a emprender el viaje… Vimos en aquella ocasión – continúa diciendo—cosas asombrosas y