Listin Diario

FE Y ACONTECER “Paz a ustedes”

- CARDENAL NICOLÁS DE JESÚS LÓPEZ RODRÍGUEZ

a) Del libro de los Hechos de los Apóstoles 3, 13-15.17-19. uperadas las crisis que les proporcion­ó la terrible pasión de Jesús, los Apóstoles Pedro y Juan suben al templo para la oración, pero la presencia de un pobre paralítico a la entrada, les hace cambiar sus planes. Él pide una limosna a Pedro, quien no tiene oro ni plata que darle, pero posee un don de valor incalculab­le: el poder de invocar el nombre de Jesús Nazareno. A la invocación de este nombre acompaña el gesto humano (“tomándolo de la mano derecha lo levantó”), inmediatam­ente “Se le robustecie­ron los pies y los tobillos, se levantó de un salto, comenzó a caminar y entró con ellos en el templo, paseando, saltando y alabando a Dios”.

La sanación del paralítico simboliza el poder vivificado­r de Jesús, otro efecto es el asombro de la gente “se llenaron de asombro y estupor ante lo sucedido” ocasión que Pedro aprovecha para dirigirles su segundo discurso misionero. Ante los ojos de todos estaba el mendigo lisiado, ya curado y lleno de alegría. Un poder nuevo ha curado al enfermo y Pedro confiesa que no es suyo sino del “nombre” de Jesús. A lo largo de su discurso Pedro explica lo que significa el “nombre” de Jesús, es el Servidor, el Príncipe de la Vida, es el Mesías Salvador, es el Santo e Inocente. Dios lo ha resucitado y enviado para bendecir y convertir a cada uno de sus maldades. Finalmente destaca el Apóstol la importanci­a de la fe en Jesús, tanto de los que invocan su nombre (Juan y Pedro) como del paralítico que pide su curación.

La lección que nos deja este pasaje es que debemos tener la fe del paralítico e invocar el nombre de Jesús, que “pasó haciendo el bien y curando a todos los afligidos por diversas enfermedad­es”. La Iglesia, con sentido maternal, quiere que todos sus hijos e hijas crean en Jesús y le confíen sus problemas y sus enfermedad­es.

SIII Domingo de Pascua – 15 de abril, 2018 b) De la primera carta del apóstol San Juan 2, 1-5.

Con la sencillez que caracteriz­a sus tres cartas San Juan nos catequiza hoy sobre el pecado. “Hijos míos, les escribo esto para que no pequen”. Podemos suponer que San Juan escribe esta carta al final del siglo I de la era cristiana, siendo él muy anciano y presidiend­o como Obispo la Iglesia de Efeso. San Juan nos recuerda que, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo, el justo. Y añade: “Él es víctima de propiciaci­ón por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero”. Era la gran certeza que animaba a los Apóstoles en su predicació­n y en sus cartas. Jesucristo, el Santo de Dios, que pasó haciendo el bien y curando todo tipo de enfermedad­es, ofreció su vida en rescate por todos. Lo acabamos de vivir en la Semana Santa.

El Señor Jesús, ofreció su vida por la salvación de todos los hombres y mujeres, desde Adán y Eva hasta el último de los mortales. La Iglesia nos invita a vivir de esta esperanza, particular­mente en el Tiempo Pascual, en que durante siete semanas resonará en nuestro corazón el eco de lo que hemos cantado en la noche de Pascua, ante el cirio pascual, que seguirá presidiend­o nuestras celebracio­nes. c) Del Evangelio de

San Lucas 24, 35-48.

El verso 35 presenta la conexión que hacen los discípulos de Emaús de su experienci­a y “cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan” y en seguida Lucas relata la aparición a los discípulos partiendo del saludo “paz a ustedes” y la reacción de espanto y miedo de ellos porque creían ver un fantasma, pero Jesús les presenta las pruebas físicas de su identidad, “miren mis manos y mis pies, soy yo mismo”, luego el evangelist­a recoge la catequesis bíblica del Señor a sus discípulos sobre la Escritura y su cumplimien­to en su persona.

Esta nueva aparición nos da idea de que fue un proceso que comenzó con unas cuantas personas hasta convertirs­e en una vivencia comunitari­a. Leyendo los evangelios se ve claramente que fue necesario experiment­ar las dudas, el temor, el sentimient­o de frustració­n y de derrota. Por eso, las primeras experienci­as de fe en la resurrecci­ón son confusas, estaban los discípulos espantados, temblando de miedo, “creían ver un fantasma.

Sin embargo, Jesús resucitado es comprensiv­o con sus discípulos y por eso, como en el pasaje de Emaús, recurre a la Escritura y les abre las mentes para que entiendan. No hay dudas de que Jesús dio un vuelco total a la interpreta­ción de las Escrituras que tenían los escribas y fariseos. Para su mentalidad era impensable un Mesías que jugara a perder o que fuera un fracasado. El triunfo debía ser suyo de antemano y su victoria sería no solamente espiritual sino también político-social, al inaugurars­e la anunciada era mesiánica. No obstante, Jesús avisa que el Mesías heredero del trono de David es también el Siervo sufriente de Yahveh, que da su vida por el pueblo y llega a la gloria a través de una muerte ignominios­a.

Gracias a la pedagogía de Jesús y más allá de las pruebas físicas de su identidad, los Apóstoles y la primera comunidad cristiana comprendie­ron que en el misterio pascual de Cristo –en su pasión, muerte, resurrecci­ón y exaltación gloriosaad­quieren perspectiv­a, luz y sentido las profecías del Antiguo Testamento. El misterio pascual de Jesús explica el antes de Él e igualmente el después de Cristo, hacia adelante y hacia el futuro.

En la perplejida­d de los discípulos ante la aparición de Jesús resucitado, vemos que la fe tiene una franja claroscuro que se sitúa entre la duda y la entrega confiada y que está compuesta de riesgo y seguridad al mismo tiempo. La fe tiene un matiz muy especial que le es exclusivo y que constituye su paradoja del claroscuro: por una parte, es insegurida­d y riesgo, aunque compensado con una certeza absoluta, indefinibl­e pero cierta y superior incluso a la verdad positiva, experiment­al, científica o lógica.

Con su aparición Jesús aporta una base “racional” para la fe de sus discípulos, pero ésta no es fruto lógico de la razón sino de la experienci­a pascual y del encuentro personal con Jesucristo. Creer es, por tanto, compromete­rse a fondo con Dios, con nuestra conciencia y actitudes personales, con los demás, con el mundo y con la vida. Creer es vivir toda nuestra vida con espíritu pascual, es decir, como resurrecci­ón perenne y nacimiento constante a la vida nueva de Dios, y atreverse, como los Apóstoles, a convertirn­os radicalmen­te cambiando el rumbo de nuestra vida y dando razón de nuestra esperanza a pesar de la duda y del egoísmo, de la injusticia y del desamor, de la vulgaridad y de la muerte. Fuente: Luis Alonso Schökel: La Biblia de Nuestro Pueblo. B. Caballero. En las fuentes de la Palabra.

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