Sociedad de consumo y valor transitorio
El elemento material, salvo excepciones, ha venido a ser común denominador en los mensajes de los políticos, sean de izquierda o de derecha. Así por ejemplo, todo discurso se centra en el mercado y los consumidores, en estadísticas frías que miden el éxito de una gestión de gobierno partiendo del crecimiento de la clase media, un mercado laboral activo que empuje hacia la baja el desempleo, incremento en las exportaciones; en fin, todo aquello que puede desprenderse del crecimiento del Producto Interno Bruto.
Estos recursos, sin lugar a dudas, se constituyen en elementos coadyuvantes, sobre todo si se combinan y convergen en espacio y tiempo, para mejorar las condiciones materiales de existencia que, sin embargo, no necesariamente generaran satisfacción plena y podrían desencadenar una carrera hacia el consumo que desemboque en una vorágine de demanda de servicios desenfrenada y en constante crecimiento. La lógica de esta dinámica social se ancla en una economía mundial basada en la promoción de un consumo sin relación con las necesidades reales del mercado. La publicidad responde a la estrategia de maximizar las ganancias del capital, lo que trae como consecuencia una explotación intensiva de los recursos naturales que convierten al mundo en un gran basurero, debido a que la caducidad programada, los llamados cambios de temporada o modelos que dejan en la obsolescencia ropas, calzados, automóviles y hasta la propia vida, crean una ascendente y frenética espiral irracional de productos con valor transitorio. Da la impresión de una sociedad dopada por el consumo, idiotizada por el escaparate físico del mall o el virtual que nos persigue y golpea de manera sistemática para mantenernos aturdidos y atrapados en la adicción de la marca, falsa o verdadera, que nos guía y contamina nuestras conciencias, al punto de no dejarnos ver que esa dinámica del capital destruye la integralidad del ser humano, ésa que se fraguó sobre la base de valores no materiales que nos legó el trabajo y nos fueron convirtiendo en una especie inteligente que comenzó a cultivar la sabiduría a través de la literatura, la poesía, la filosofía, el arte y la historia, como afirma Rob Riemen. Crear sociedades de simples consumidores, es crear sociedades de seres infelices, atrapados en el día a día del precio y el crédito; lejos del solaz espacio para la lectura y la contemplación que generan el ambiente para la creatividad y el encuentro con nuestra humanidad. Pero el cerco hacia el consumo es tan despiadado que el libro ya no es el seductor amigo que se encontraba en ciudades sembradas de librerías, y los diarios de a poco fueron cerrando sus secciones literarias y, en cambio, la creatividad publicitaria se inventa portadas falsas para promover algún producto. Las revistas especializadas en temas literarios desaparecieron. Solo se preservan, sobreviviendo a la lectura virtual, las dedicadas a las finanzas, los negocios, los mercados y al hombre de éxito económico. Lo material nos circunda y marca el ritmo de nuestras vidas, así como domina la agenda de políticos, gobernantes y academias que obvian programas para la formación de ciudadanos y se concentran en la creación de generadores de dinero. Las escuelas de humanidades languidencen en la medida que mecanizamos nuestras vidas para metalizarlas y adaptarlas a una sociedad en que la sabiduría es cada vez más opaca, distante y exótica.