¡Qué empresarios!
No sé a dónde vamos a parar si no enfrentamos con valentía los resultados de esta liquidez social –para tomar prestado el término a Bauman–, que nos abruma, que nos coloca al borde de la incertidumbre y la intranquilidad emocional.
Como gallaretas clamamos por un regreso a los valores que sabemos hicieron de la sociedad en que nos formamos un entorno habitable, de compromiso con el dolor ajeno, de aspiración al mérito y al prestigio como elementos de trascendencia pública; sin embargo, nuestros esfuerzos asumen la característica de “mito de Sísifo” camusiano, la sensación de su recurrencia estéril y hasta de su naturaleza de castigo.
El consumismo ha creado una nueva estirpe de hombres, una plasticidad colectiva, un cambio de paradigmas. Don dinero es el dios de la mayoría y nuestros jóvenes solo tienen como preocupaciones esenciales la adquisición de cosas materiales conforme les son fijadas en sus marcos cognitivos por los medios de comunicación masiva.
Las noticias más recientes dan cuenta de que una mujer contrata sicarios para matar a su joven pareja en Bonao; un joven se ve imputado por la muerte de su padre en Santiago, y en todos esos casos, pueden estar seguros, media la ambición por el dinero concebido como panacea psicológica capaz de propiciar la única felicidad posible.
Pero más aún, en el caso específico del joven de Bonao, sin que se repare en el origen de su fortuna, las propias autoridades –desde las encargadas de dar el parte policial hasta los que persiguen el delito en su ámbito procesal– le asignan la condición de “empresario”, por el solo hecho de que posee dos negocios, entre ellos uno de vender juca.
En nuestro país cualquier político ladrón instala un negocio, cualquier persona que, con frecuencia se dice “cobró una demanda cuantiosa en New York”, instala un tarantín y son llamados empresarios con el aplauso, incluso, de quienes están llamados a reprochar y denunciar el origen de sus fortunas.
No digo aquí que la fortuna del joven muerto en Bonao sea de origen dudoso, solo aspiro a que, tanto en ese como en otros casos estemos siempre dispuestos a averiguar sobre el origen de las riquezas de ciertas personas a la hora de asignarle o dispensarle un trato digno.
Hay que estar preparado para repudiar a los poseedores de capitales dudosos; y cuando están confirmados como delincuentes o ladrones del erario hay que enrostrárselo públicamente; hay que empezar a desalojar los sitios adonde llegan a consumir, hacerlo decentemente, en calma y sin provocaciones; hay que empezar a hacer más que denunciar. En fin, hay que trazar la raya de Pizarro entre los delincuentes, los ladrones del erario –que permean hasta los clubes sociales de más prestigio en el país– y los que creemos que una sociedad distinta es posible. ¡Comencemos!