¡Abba, padre!
Me gustan las obras que se encubren, los cuentos que se evangelizan en ensayos (y viceversa), los personajes que lloran a risotadas, las historias que no plasman una trama sino un estado de ánimo.
Entonces, el punto de partida de este trabajo sugerentemente titulado “¡Oh Dios!”, de la dramaturga israelí Anat Gov, es interesante. Utilizando antiguos textos y anécdotas bíblicas no muy precisas en datos, se realiza de una abstracción de las convenciones espirituales que sustentan los especialistas en psicología.
La trama en sí es muy sencilla: Mirian (Dolly Martínez), psicóloga y madre soltera de David (Alejandro Moss), un joven autista que ejecuta un instrumento de cuerda, la matrona recibe una misteriosa llamada telefónica de un nuevo y desesperado paciente que insiste en que ella apremiadamente lo atienda, pero este solo le dará la primera letra de su nombre.
Cuando la persona misteriosa llega, resulta ser que es el mismísimo Dios (Teo Terrero), quien está profundamente pesimista y quiere ponerle fin a su vida; Mirian solo tendrá una hora para cambiar su opinión y salvar al mundo del desenlace final.
¡Oh Dios! trata de describir un microcosmos que refleja una sociedad sin alma, de seres encerrados en sí mismos, luchando por mantener el equilibrio del mundo propio. Todo esto narrado en clave de comedia agridulce, cuidando en todo momento una tensión porque lo único que hace la obra es describir con un pincel de hielo la vida cotidiana de la madre que espera con fe, que su hijo algún día la llame mamá.
Es una historia atrayente cuya originalidad es la falta de riesgos; su director es un artesano competente que sabe lo que hace, pero que necesita histriones que estén a la altura del texto para respaldar sus experiencias teatrales. La propuesta no deja de ser un dotado engranaje narrativo, cuyo conflicto no termina y calza a la perfección con todos los estereotipos.
Lo mejor de su puesta en escena es la atmósfera que consigue: agridulce e inteligente, con la textura de las narraciones de sus personajes. Contribuye a ello la correcta escenografía, que firma José Miura. No es posible dejar de notar el aire de tristeza generalizada que la obra trasmite, señal de comunión última con el tema que trata.
Ya hemos dicho que la dirección de Mario Lebrón es sutil, deja todo el protagonismo al texto, que ciertamente es poderoso tanto en los diálogos como en su estructura. Tampoco hace concesiones: no acelera el ritmo, marca los silencios —tan importantes en la escritura de la dramaturga— y no fuerza emociones.
Es posible que el teatro esté empezando una de sus metamorfosis habituales, uno de esos asaltos creativos que sobrevienen cuando los enemigos de los escenarios arremeten, en especial los críticos agnósticos. La segunda venida está por llegar. Mientras se dé, seguimos esperando con fervor al Mesías. ¡Abba, padre!