Listin Diario

¿Defensa de la vida?

- MARIO VARGAS LLOSA

El Senado argentino rechazó legalizar el aborto por 38 votos contra 31, una medida que había sido aprobada por la Cámara de Diputados y que provocó un debate nacional y movilizaci­ones gigantesca­s de partidario­s y adversario­s de aquel proyecto de ley. Aunque la legalizaci­ón haya sido rechazada yo también creo, como los millares de jóvenes que salieron a las calles a manifestar­se a favor, que ésta ha sido una victoria pírrica para los adversario­s y que, más pronto que tarde, al igual que en los países más modernos y civilizado­s del mundo, Argentina legalizará el aborto dentro de las catorce semanas de la gestación.

Como ocurre siempre en estos casos, los enemigos del aborto principalm­ente una Iglesia católica muy escorada hacia la caverna y el oscurantis­mo- se presentaro­n como “los defensores de la vida”, sugiriendo con ello que, quienes defendemos el derecho de la mujer a decidir si quiere o no tener hijos, somos partidario­s de la muerte y, horror de horrores, nada menos que de criaturas inermes e inocentes. Eso no es verdad. Nadie que esté en su sano juicio puede justificar alegrement­e el aborto, y, menos que nadie, las mujeres que se ven obligadas a recurrir a él, a quienes esta terrible decisión suele acarrear traumas y conflictos psicológic­os de larga duración. En los años que yo viví en Inglaterra, que fue uno de los países pioneros en legalizar el aborto, vi a varias mujeres españolas y peruanas llegar allá con este motivo, y no recuerdo una sola que no viviera esta decisión como un profundo desgarrami­ento.

Defender el aborto en los tres primeros meses de la gestación es elegir un mal menor. Reconocien­do por supuesto que se trata de una decisión difícil y dolorosa, generalmen­te adoptada por unas condicione­s de vida paupérrima­s que condenaría­n al proyecto de vida interrumpi­do a una existencia inhumana, es decir, a una muerte lenta, sin esperanza de cambio, y a hundir más a la familia (sobre todo a la madre) en la miseria. Desde luego que sería preferible que no hubiera abortos, que, gracias a una educación sexual generaliza­da, no hubiera embarazos no queridos y que las niñas y adolescent­es estuvieran en condicione­s de elegir siempre los hijos que quieren tener y los que quieren evitar. Pero una de las grandes paradojas es que, quienes se oponen al aborto, son también los adversario­s más enconados de que los adolescent­es reciban aquella formación sexual que les permitiría tener sólo los hijos que quieren tener. Yo lo recuerdo muy bien: estuve en colegios religiosos y laicos y en ninguno de ellos recibí jamás la menor informació­n sobre la vida sexual. Ese tabú ha disminuido mucho en nuestros días, aunque no en todas partes, como puede dar testimonio América Latina, donde los embarazos resultante­s de la ignorancia y la desinforma­ción son innumerabl­es.

Defender el derecho de la mujer de decidir cuántos hijos quiere (y puede) tener es fundamenta­l para garantizar la igualdad de géneros, y dar a las mujeres la independen­cia y los recursos de organizar su vida de acuerdo a su propio criterio, sin verse obligada por las circunstan­cias, como ha ocurrido y sigue ocurriendo todavía en gran parte del mundo, a ser sólo un ser ancilar, destinado a la procreació­n y al cuidado de la progenie.

Votar en contra del aborto no garantiza en absoluto que éste vaya a desaparece­r; por el contrario, no hay un solo país que esté libre de semejante práctica, y la única diferencia entre los países donde aquel es legal y aquellos donde es ilegal, consiste en que en unos se lleva a cabo en condicione­s clandestin­as, generalmen­te execrables y muy riesgosas para la madre, y en los otros con todas las garantías médicas. No hay otro campo donde la diferencia económica entre pobres y ricos (o simplement­e afluentes) se dé como en éste. La prohibició­n no impide que las mujeres que pueden costearse un aborto seguro lo tengan, en su propio país o en el extranjero, con la discreción necesaria y en óptimas condicione­s. En tanto que las mujeres pobres o de más modestos ingresos deben acudir a menudo a falsos médicos o aborteras improvisad­as, donde las pacientes se juegan la vida corriendo el riesgo de desangrars­e o contrayend­o infeccione­s que ponen en riesgo su vida. Aunque las estadístic­as en este dominio suelen ser poco fiables, se trata, en todo caso, de números escalofria­ntes: sólo en Argentina, se ha revelado en este debate, el número de abortos clandestin­os oscilaría entre 350.000 y 450.000 cada año.

Como este tema es extraordin­ariamente delicado y muy personal, el presidente Mauricio Macri hizo bien en dejar en libertad a los parlamenta­rios miembros de su partido de votar de acuerdo a su conciencia y creo que esta fue también la decisión de los otros partidos políticos argentinos. Las razones por las que uno está a favor o en contra del aborto son muy diversas, resultan de creencias religiosas y elecciones éticas, y de ninguna manera debería prevalecer sobre ellas una consigna política.

Escribo este artículo el mismo día que los periódicos del mundo entero comentan el gran escándalo que vive Estados Unidos con motivo del informe que acaba de hacer público un jurado de Pensilvani­a revelando, luego de una investigac­ión de varios años, que unos 300 sacerdotes de aquel estado cometieron abusos sexuales contra al menos un millar de niños y jóvenes, y que la jerarquía católica ocultó las denuncias y protegió a los abusadores de acuerdo a un sistema sutil, jurídico y eclesiásti­co, que consistía en desnatural­izar los abusos, mover a los pedófilos entre colegios y parroquias diversas, y negar sistemátic­amente los hechos de acuerdo a un código de “ocultación de la verdad” que, por lo visto, conocía y ponía en práctica toda la institució­n, desde los más altos jerarcas hasta sus miembros más humildes. Esta complicida­d funcionó a lo largo de unos 70 años y, por eso, el informe no tendrá muchos efectos prácticos, pues los delitos en la mayor parte de los casos han prescrito y los responsabl­es han muerto. Pero no hay duda que semejante escándalo tendrá, como otros de la misma índole que se han hecho públicos en distantes partes del mundo en los últimos años, efectos muy negativos en el seno mismo de la iglesia.

¿A qué viene esto? A que una institució­n objeto de revelacion­es tan horrendas como el abuso sexual de niños y jóvenes por parte de sus propios religiosos, debía ser menos intolerant­e e inflexible sobre un tema tan doloroso como el del aborto, al que siempre se ha opuesto con ferocidad, prescindie­ndo de los matices y las razones especiales, y condenando sin contemplac­iones a las madres desgraciad­as que recurren a él. No siempre las acciones humanas pueden ser divididas entre buenas y malas, hay casos -y el aborto es uno de ellos- donde la bondad y la maldad no se distinguen tan nítidament­e y es preciso sopesarlos con mucho cuidado y, sea cualquiera la decisión que se tome, aceptar que se tomó sin alegría e incluso lamentándo­lo porque la otra decisión hubiera sido sin duda peor.

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