Amor telepático
“Para volar tan rápido como el pensamiento, a cualquier lugar que exista, debes empezar por saber que ya has llegado” Juan Salvador Gaviota.
Construyeron una vía tan especial para comunicarse que no solo nadie hubiera imaginado, sino que todos envidiaron después de advertir los resultados que obtenían con tan innovador sistema.
Habían sido separados por una fuerza ajena a ellos, pudiera decirse que el “universo había conspirado” para separarlos de manera definitiva. Y ellos, que muy a pesar de todas las cosas habían aprendido a amarse de ese modo especial en que lo hicieron los dioses del Olimpo -los cuales fueron capaces de embarazar con el pensamiento-, siguieron amándose por encima de todos los obstáculos habidos y por haber, inventaron sus propios códigos de comunicación al amparo de una sinestesia mental que tenía en su esencia la dolorosa estampa de la distancia.
Un día ella despertó y le dijo: siento que deseas que nos comuniquemos. Él asintió en su interior y proyectó ese sentimiento con la fuerza meteórica de su incalculable amor hacía el cosmos, que era lo mismo que proyectarlo hacia ella, gramática de su amor y arjé de su universo. Así reanudaron sus hábitos de amor; así empezaron a relatarse, todos los días a las doce meridiano las diligencias hechas y por hacer, a prodigarse todas las mañanas las bendiciones habituales y todas las noches su redundante “dios te proteja y te guarde”.
Sonó en la radio una canción y ella la asumió como propiedad de ambos, pero decidió decirle que imaginaba que a él “le llovían las gracias de todas aquellas que se identificaban con esa canción”. Así era ella, esa era ella. Aún en la ocurrencia de hechos que en su fuero interno sabía ratificaban el amor que él le prodigaba, se empeñaba en desvirtuarlos, en minimizarlos inteligentemente. Pero él, que había aprendido a interpretar sus no que eran sí y sus sí que eran no, le contestó recordándole que si la canción le había motivado a hablarle era porque ella sabía que en la mente de él representaba su presencia y sus ausencias. Se veían sin mirarse, él veía de ella sus andanzas hijas del instinto y la compulsión, ella de él su vida taciturna, la ñapa existencial que significaban el fin de sus girasoles, la muerte de sus nenúfares, fijados por ellos como eje amalgama de la “gran armonía” de todas sus cosas, grandes y pequeñas.
Era un amor único pero sin esperanzas, ella había quemado las naves del regreso y él se sabía dañado para siempre. Se incorporó como por efecto de una explosión interior, caminó el sendero de hojas mustias abandonado en pareja para el tránsito solitario, se adentró en la espesura de los recuerdos y los utilizó para transmutar su karma de amor en el dichoso encuentro de los amantes eternos; ascendió entre la niebla, y por fin, llegó a donde ella le esperaba, esta vez para realizar sin tropiezos su pecado original, amarse por toda la eternidad. El autor es abogado y politólogo.