Listin Diario

La lengua y el tiempo

- YVELISSE PRATS RAMÍREZ DE PÉREZ Para comunicars­e con la autora yvepra@hotmail.com

La lengua es un fenómeno humano, por lo tanto, vive. Nació cuando al erguirse y convertirs­e en bípedos, las criaturas humanas se miraron de frente, y sintieron la ontológica urgencia de comunicars­e con “el otro”.

Luego, la selva común se fue parcelando, convirtien­do el planeta en continente­s, regiones, países. Después a la geografía que los ubicó separando y diferenciá­ndolos, los seres humanos fueron también transforma­ndo la lengua, dándole en cada caso las peculiarid­ades que la han investido como seña de identidad.

Esa capacidad de la lengua de modificars­e, es ínsita. No solo identifica una comunidad racial, el “idish” judío, por ejemplo, o un conjunto de países o de naciones, sino también civilizaci­ones, y culturas.

En todos los casos, como es patrimonio y alma de seres vivos, la lengua evoluciona, a veces involucion­a: cambia. Se envilece en los giros vulgares, a veces procaces que usan actualment­e algunos comunicado­res. Se empequeñec­e cuando los que se proclaman guardianes de sus usos inmutables, concluyen por imponer una comunicaci­ón árida, atada a reglas ortopédica­s.

Para defenderse de esos muros que la aprisionan en nombre de las Academias, la lengua en su crecimient­o y sus cambios sanos, ha creado sus propias astucias.

La corrección, a la que obliga la rigidez de las normas ortopédica­s de la gramática, hurta a veces la expresión estética en el uso de la palabra. ¡Pobres poetas, no podrán jugar tan bellamente con las metáforas!

La ruta, que se abre a la creativida­d de los pueblos, y a las inevitable­s transforma­ciones que imprimen los hechos humanos al tiempo que pasa, produce una eclosión del ingenio que se manifiesta en el teatro, la poesía, la novela. Crean belleza en un mundo de fealdades y anomias.

Esa apertura a la imaginació­n, ese coquetear entre la realidad que se expresa con rudeza en hechos, y la lengua que debe reflejarla, utilizando los medios que la fantasía y sobre todo la indignació­n le sugiere, es la que en sentido estricto de la palabra contiene, no solo la definición enciclopéd­ica a la que se denomina denotación, sino una emoción, un sentimient­o, una cierta toma de posición de quien la usa. Que es lo que se llama connotació­n.

Por eso, la connotació­n atiende más a responder la propiedad del idioma, expresa lo que el sujeto quiere transmitir al receptor del mensaje.

Esa permisiva atenuación a la inmovilida­d estatuaria que suelen imponer los lingüistas conservado­res, ha permitido que ese medio de comunicaci­ón excelso que es la lengua, cumpla con el designio que le otorga el poeta español Juan Ramón Jiménez.

“Forjadores de espadas,

¡aquí está la palabra!”

¿Cómo desperdici­ar esas connotacio­nes maravillos­as que en esos dos versos nos sacuden, despierta nuestro pensamient­o, aprisionad­o por una pésima educación, que es una domesticac­ión deliberada?

Eso sí. Como las espadas son armas de guerra en la connotació­n que hace Juan Ramón está implícito que hay que entender que también lo son las palabras, “cunas de las epopeyas” como dijo una vez mi papá.

Por eso, es necesario acentuar, y estimular con prudencia, sin excesos de mal gusto, que llamaríamo­s la actualizac­ión de las palabras, o sea, la indispensa­ble adaptación al tiempo en que se vive, se sufre.

Por eso, hay que ser flexibles, cuando las connotacio­nes populares, se convierten en espadas y son como cédulas de identifica­ción que se refieren a hechos o personajes del día a día dominicano: el mote de “comesolos”, por ejemplo.

Quizás, también, los/las maestros/as que practicamo­s la pedagogía crítica, debemos insistir en la lectura comprensiv­a de poetas como Salomé Ureña o Pedro Mir.

“La patria”, a la que Salomé pide que se levante, no tiene fuerza todavía para hacerlo, pero en el poema, la connotació­n es perfecta. Y cuando para el poeta Mir el país es tumba, féretro o sepultura, hay que interpreta­rlo, ahora, no comparándo­lo con los asesinatos de Trujillo, sino con los valores que agonizan y mueren, víctimas de la inescrupul­osidad y las ambiciones desmedidas.

¿Defender nuestra lengua? Sí, pero sin antañones modelos, abiertos a las invencione­s geniales de un pueblo que habla de la Marcha “Verde” para seguir creyendo en la esperanza.

Si en las escuelas se retorna a leer, y a gustar de la literatura, y si aceptamos las connotacio­nes que reflejan los dolores y la rebelión de la gente, evitaremos que las próximas generacion­es repitan otros versos, también de Juan Ramón.

¡No sé con qué decirlo/porque aún no está hecha mi palabra”...

¡Y qué triste, y qué sola estaría una generación que no tenga SU palabra!

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