La lengua y el tiempo
La lengua es un fenómeno humano, por lo tanto, vive. Nació cuando al erguirse y convertirse en bípedos, las criaturas humanas se miraron de frente, y sintieron la ontológica urgencia de comunicarse con “el otro”.
Luego, la selva común se fue parcelando, convirtiendo el planeta en continentes, regiones, países. Después a la geografía que los ubicó separando y diferenciándolos, los seres humanos fueron también transformando la lengua, dándole en cada caso las peculiaridades que la han investido como seña de identidad.
Esa capacidad de la lengua de modificarse, es ínsita. No solo identifica una comunidad racial, el “idish” judío, por ejemplo, o un conjunto de países o de naciones, sino también civilizaciones, y culturas.
En todos los casos, como es patrimonio y alma de seres vivos, la lengua evoluciona, a veces involuciona: cambia. Se envilece en los giros vulgares, a veces procaces que usan actualmente algunos comunicadores. Se empequeñece cuando los que se proclaman guardianes de sus usos inmutables, concluyen por imponer una comunicación árida, atada a reglas ortopédicas.
Para defenderse de esos muros que la aprisionan en nombre de las Academias, la lengua en su crecimiento y sus cambios sanos, ha creado sus propias astucias.
La corrección, a la que obliga la rigidez de las normas ortopédicas de la gramática, hurta a veces la expresión estética en el uso de la palabra. ¡Pobres poetas, no podrán jugar tan bellamente con las metáforas!
La ruta, que se abre a la creatividad de los pueblos, y a las inevitables transformaciones que imprimen los hechos humanos al tiempo que pasa, produce una eclosión del ingenio que se manifiesta en el teatro, la poesía, la novela. Crean belleza en un mundo de fealdades y anomias.
Esa apertura a la imaginación, ese coquetear entre la realidad que se expresa con rudeza en hechos, y la lengua que debe reflejarla, utilizando los medios que la fantasía y sobre todo la indignación le sugiere, es la que en sentido estricto de la palabra contiene, no solo la definición enciclopédica a la que se denomina denotación, sino una emoción, un sentimiento, una cierta toma de posición de quien la usa. Que es lo que se llama connotación.
Por eso, la connotación atiende más a responder la propiedad del idioma, expresa lo que el sujeto quiere transmitir al receptor del mensaje.
Esa permisiva atenuación a la inmovilidad estatuaria que suelen imponer los lingüistas conservadores, ha permitido que ese medio de comunicación excelso que es la lengua, cumpla con el designio que le otorga el poeta español Juan Ramón Jiménez.
“Forjadores de espadas,
¡aquí está la palabra!”
¿Cómo desperdiciar esas connotaciones maravillosas que en esos dos versos nos sacuden, despierta nuestro pensamiento, aprisionado por una pésima educación, que es una domesticación deliberada?
Eso sí. Como las espadas son armas de guerra en la connotación que hace Juan Ramón está implícito que hay que entender que también lo son las palabras, “cunas de las epopeyas” como dijo una vez mi papá.
Por eso, es necesario acentuar, y estimular con prudencia, sin excesos de mal gusto, que llamaríamos la actualización de las palabras, o sea, la indispensable adaptación al tiempo en que se vive, se sufre.
Por eso, hay que ser flexibles, cuando las connotaciones populares, se convierten en espadas y son como cédulas de identificación que se refieren a hechos o personajes del día a día dominicano: el mote de “comesolos”, por ejemplo.
Quizás, también, los/las maestros/as que practicamos la pedagogía crítica, debemos insistir en la lectura comprensiva de poetas como Salomé Ureña o Pedro Mir.
“La patria”, a la que Salomé pide que se levante, no tiene fuerza todavía para hacerlo, pero en el poema, la connotación es perfecta. Y cuando para el poeta Mir el país es tumba, féretro o sepultura, hay que interpretarlo, ahora, no comparándolo con los asesinatos de Trujillo, sino con los valores que agonizan y mueren, víctimas de la inescrupulosidad y las ambiciones desmedidas.
¿Defender nuestra lengua? Sí, pero sin antañones modelos, abiertos a las invenciones geniales de un pueblo que habla de la Marcha “Verde” para seguir creyendo en la esperanza.
Si en las escuelas se retorna a leer, y a gustar de la literatura, y si aceptamos las connotaciones que reflejan los dolores y la rebelión de la gente, evitaremos que las próximas generaciones repitan otros versos, también de Juan Ramón.
¡No sé con qué decirlo/porque aún no está hecha mi palabra”...
¡Y qué triste, y qué sola estaría una generación que no tenga SU palabra!