Listin Diario

OTEANDO “El conde Drácula”

- EMERSON SORIANO

Reía por el día, lloraba por las noches. Si mucho temía a la muerte más le temía a la vida.

No encontraba sentido a su existencia, la vida ofrecía espacios para el dolor que para él eran más recurrente­s y prolongado­s que los que propiciaba para el placer o para el tedio. Su idea del mundo era barroca, pensaba que su existencia era el resultado del “genio de la especie” buscando perpetuars­e, y por ello, en acto de franca rebeldía, jamás buscó pareja ni procreó dependient­es.

Se tomó muy en serio su ascendenci­a inglesa expresada en su nombre y apellido, James Joker, y por ello todo el tiempo, desde su adolescenc­ia, vestía de etiqueta victoriana e iba tocado por una chistera de seda y fieltro, hábito que le mereció el mote de “El conde Drácula” de parte de sus coetáneos.

Vivía en una provincia de un país caribeño y tenía por oficio la conservaci­ón de una fortaleza convertida en museo, la cual asumió como suya. Se levantaba a las seis de la mañana y hacía, desde cincuenta años atrás, religiosam­ente, el mismo periplo. Iba al quiosco de la esquina, compraba su diario preferido, “El tiempo”, y caminaba cuatro esquinas hasta llegar a la barbería de Mingo, su amigo de infancia. La barbería, al igual que él y su amigo el barbero, parecían haberse quedado congelados en los inicios del siglo veinte. Una atmósfera lúgubre definida por el predominan­te ocre de los marcos, mesitas y gavetas, gastado asentador y fragancia de penetrante bay-rum que Mingo utilizaba como “after shave” en los escasos y orgullosos clientes -ya octogenari­osque conformaba­n su clientela, constituía­n el cuadro en el que James parecía la pincelada final. Allí comentaba las noticias del día, los artículos de fondo, y eso sí, los partidos de béisbol al que fue aficionado desde pequeño. Afirmaba tener la mejor colección de “postalitas” de peloteros de Grandes Ligas y tenía por ídolo a Mickey Mantle, de quien no pasaba un día sin recordar su triple corona de bateo en 1956. A las ocho menos cuarto caminaba hacia “su casa”, el museo, donde pasaba todos los días de su vida, incluidos los domingos, en los que también acudía a él después de ir a misa.

Los días en el museo se repetían uno tras otro con el mismo contenido, nada nuevo traían como no fueran los turistas y uno que otro mendigo, pues los guías también eran tan repetidos como el olor a polvo y la triste melodía que el mar traía envuelta en el viento. Su pieza de orgullo era un cañón al que hacía sonar ante la visita de cualquier turista con una pólvora acústica, añadiendo al estruendo la expresión “está como un trinquete”.

Al político del pueblo se le ocurrió que el puesto de James en el museo le resolvería un problema de desempleo del hermano de su “querida” Leyla, su cuñado; y fue así como una mañana su sustituto lo vio alejarse de “su casa” de capa caída y chistera y bastón en manos. Hizo el camino de regreso al hogar donde permaneció sin salir hasta el día de su muerte sin rebajar su ofendido honor a la mendicidad laboral de los mediocres. No se quejó, no lloró, no buscó consuelo en nadie; él era su propio refugio, un refugio fortificad­o por la idea de que aquí a nada se viene, como no sea a morir. El autor es abogado y politólogo.

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