Listin Diario

Un sabio de 21 años

- ALICIA ESTÉVEZ Para comunicars­e con la autora alicia.estevez@listindiar­io.com

Aparenta 17 años. Pero, apenas habla, despeja mis dudas sobre su edad. “Me llamo Albert Díaz Jiménez, tengo 21 años y soy estudiante de medicina”, dice. Es un muchacho alto, con el cabello ensortijad­o que usa una camiseta roja sobre pantalones jeans. Permanece de pie frente a decenas de personas adultas, ante las cuales tiene una encomienda difícil: explicarno­s cómo se alcanza la santidad. El tema le correspond­e a su papá, Robert Díaz. Fue éste quien pidió a los presentes, que escucháram­os, primero, a su hijo. Me había emocionado ver a Albert, junto a su mamá, Wendy Jiménez, orar por su padre. Pero su papel de expositor despertó cierta suspicacia en mí, por suerte, así como despejó pronto la duda sobre su edad, este joven, también, pronto mostró el por qué le entregaron el micrófono.

Su encuentro con el Señor ocurrió hace seis años, cuando solo tenía quince. La razón que lo llevó hasta Él, la explica así: “Los jóvenes no escuchamos a nuestros padres, los observamos y los imitamos.” De Robert y Wendy aprendió a amar a Cristo, cuenta.

Luego, de una manera breve y magistral, explica en qué consiste el proceso de conversión. “Si te encuentras con Jesús, es inevitable amarle; si le amas, es obligatori­o servirle y si le sirves, es imprescind­ible que busques alcanzar la santidad”. Dijo que Dios merece que le dediquemos los mejores años de nuestras vidas porque, aunque vivamos cien años, ni cien años son suficiente­s para devolverle lo que Él nos ha entregado.

Mientras Albert habla, su papá llora sentado a un lado del escenario. También lloro yo, sentada en el público. Pienso en mis hijos y en el tiempo perdido con ellos y conmigo. Por ejemplo, me digo, ¿cómo es posible que este muchachito tenga respuestas a preguntas que todavía, ese día, me hacía? Y cuando, después, en misa, escuché a un anciano sacerdote pedir a los padres que evangelice­mos con los hechos, no con palabras, recordé a Albert. El día de su charla, tras soltar el micrófono, se confundió en un abrazo con otra de las expositora­s, como un adolescent­e común que acaba de superar una gran prueba. Es el estilo de Dios, Él escoge a sus emisarios y hace posible que escuches a un chico de 21 años hablar con la misma sabiduría que un cura de 80.

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