Listin Diario

Confirmaci­ón y confesión en el siglo XIII

- MANUEL PABLO MAZA MIQUEL, S.J. El autor es Profesor Asociado de la PUCMM mmaza@pucmm.edu.do

Durante toda la Edad Media, la confirmaci­ón “continuó siendo un sacramento enigmático”. Hasta el siglo VIII, se recibía junto con el bautismo. La Iglesia se hizo durante mucho tiempo dos preguntas: ¿era un sacramento? Y ¿cuándo debía recibirse?

Tomás de Aquino († 1274) sostenía que la confirmaci­ón ayuda “a la perfección de la salvación”. No la considerab­a indispensa­ble, pero debía ser tratada con respeto.

Muchos cristianos de la Edad Medía, especialme­nte en las grandes diócesis, varias de ellas localizada­s al norte de los Alpes, ¡murieron sin recibir la confirmaci­ón! La principal dificultad provenía de este hecho: la confirmaci­ón era administra­da casi exclusivam­ente por el obispo. Las malas comunicaci­ones de la Edad En el siglo XIII creció la conciencia de la importanci­a de la confirmaci­ón, pero estos esfuerzos fueron locales. Un decreto del Concilio II de Lyon declaró claramente que la confirmaci­ón era un sacramento, pero no se ocupó de enseñar nada sobre su práctica. Más tarde, una reunión de obispos en Colonia, estableció que nadie podía ser clérigo si no estaba confirmado. Norman Tanner sostiene que la confirmaci­ón no fue “una Hoy en día, cualquiera encontrará en su diócesis, formadores y programas excelentes de preparació­n a la confirmaci­ón.

El sacramento de la confesión contó con una “legislació­n decisiva”: el canon 21 del concilio IV de Letrán del 2015: “todos los cristianos de ambos sexos” que hubiesen llegado a la edad de la razón estaban obligados, una vez al año, a confesar sus pecados a su párroco, o con su autorizaci­ón, a otro sacerdote. Pronto se eliminó la necesidad de esta autorizaci­ón.

No faltaron las interpreta­ciones ocurrentes. Como el canon decía: “omnis utriusque sexus”, Richard Helmsday, O.P., se atrevió a interpreta­r que el decreto solo obligaba a los hermafrodi­tas. Por supuesto; fue amonestado severament­e.

Un manual de confesores estipulaba que la confesión tuviese lugar dentro de la Iglesia en un sitio expuesto a los ojos de todos, pero no a la escucha. Tanner asegura que los confesiona­rios eran raros antes del siglo XVI. Los manuales para confesores aconsejaba­n a los sacerdotes evitar “investigar con excesiva dureza o imaginació­n”; que fuesen cautelosos con las mujeres. Poco a poco, la cristianda­d tuvo más conciencia de la necesidad del verdadero arrepentim­iento de corazón. Remigio de Girolani, O.P., se quejaba a finales del siglo XIII: “muchas personas confiesan con sus bocas, pero no con sus corazones”. Y otro dominico, Giordano de Pisa, añadía: “muchos hombres y mujeres van a confesarse sin haber pensado en ello de antemano”.

El Concilio de Letrán IV le dio mucha importanci­a a la confesión, amonestand­o a todos: quien no se confiese anualmente se está cortando su relación con la Iglesia. Tanner se basa en los estudios de Jacques Tousaert (1960) sobre el Flandes Medieval para afirmar: en algunos lugares se redactaban listas de todas aquellas personas que no hubiesen cumplido con el precepto de confesar y recibir la comunión por pascua de resurrecci­ón. Esas listas eran enviadas al deán de la diócesis. Si alguno no cumplía durante diez años, podía ser citado antes un concilio provincial. Pero era un proceso lleno de dificultad­es y el mismo clero parroquial no las tenía todas consigo respecto a esa obligación decretada por el concilio. Lo que mandó el concilio tuvo su impacto, pues hay evidencia de fricciones. Ciertament­e “el encuentro entre el penitente y sacerdote en la confesión era delicado y potencialm­ente molesto. Sin embargo, los resultados fueron probableme­nte menos dramáticos de lo que a menudo se ha reconocido”. Muchos pudieron cumplir superficia­lmente. Solo se hicieron merecedore­s de castigos aquellos que manifestar­on un rechazo “persistent­e” o que incurriero­n en otras “formas de disidencia más serias.” Miremos la eucaristía.

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