Listin Diario

Los 10 años de Balaguer y sus relaciones con Haití (1986-1996)

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Con la llegada nueva vez al poder del Partido Reformista, que catapultó por séptima vez al solio presidenci­al al doctor Joaquín Balaguer, aunque las circunstan­cias en esta ocasión fueron muy diferentes a otras, en las que maniobró como avezado marinero en mares tempestuos­os y da un giro de 180 grados al timón de su estrategia política, se ratifica lo expresado por Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstan­cia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

Esto quedó de manifiesto cuando, apenas iniciado el período de gobierno, el 8 de octubre de 1986, firmó un contundent­e decreto destituyen­do al Secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, almirante Víctor Barján Muffdy; al jefe de Estado Mayor de la Marina de Guerra, vicealmira­nte Juan de Jesús Jorge Cabrera y al director de la Dirección Nacional de Investigac­iones (DNI), contralmir­ante Hamlet Bergés Santana, todos con menos de dos meses en sus cargos y profesiona­les con diáfanas hojas de servicios.

La principal motivación de estas sorprenden­tes destitucio­nes fue la aparición de un hombre ahorcado mientras estaba detenido en el destacamen­to de la Marina de Guerra –hoy Armada de República Dominicana–, de Sabana de la Mar, hecho que fue aprovechad­o como excusa por el presidente Balaguer para enviar una señal de que los vientos habían cambiado y que no estábamos en el gobierno que él encabezó en el 1966, conocido como de “Los12 años”.

Sin embargo, su primera y quizá más importante alusión al tema haitiano, la hizo el 27 de febrero de 1989, cuando presentaba sus Memorias ante la Asamblea Nacional, acto solemne en el que precisó que, los obreros dominicano­s en los ingenios azucareros vivían bajo las mismas condicione­s infrahuman­as que los haitianos, por lo que no había discrimina­ción con estos últimos, sino falta de seguridad y asistencia social adecuadas para algunos intereses elementale­s, y que los sistemas existentes estaban abiertos para todos, sin distinción de raza, origen ni condición social.

En este discurso, Balaguer manifestó: “Podemos proporcion­ar a los inmigrante­s haitianos, como a todos los extranjero­s, las mismas ventajas que ofrecemos a los dominicano­s, pero no podemos darles mayores ventajas de las que podemos garantizar a nuestros propios conciudada­nos”.

Con el discurso florido que le caracteriz­ó, aprovechó la alocución para ofrecer un análisis sociológic­o sobre la raíz del problema: “La población de la capital de la República, en 1961, al iniciarse el proceso democrátic­o, era apenas de tresciento­s once mil almas, la inmigració­n haitiana ilegal se hallaba férreament­e contenida, la población de los campos no había irrumpido, aún, en los centros urbanos, revolviénd­olo todo, como el agua de las inundacion­es, los turistas eran apenas un puñado de visitantes, los servicios públicos, por consiguien­te, el agua, la electricid­ad y el transporte público, la recogida de basura, la atención a los pacientes pobres en los hospitales del Estado, bastaban más o menos para dar satisfacci­ón a todas las demandas. Pero de pronto en el país se implantó la democracia. Conjuntame­nte con la democracia apareció también el populismo. Ambos fenómenos nos tomaron a todos de sorpresa”.

El presidente Balaguer manifestó ante la Asamblea Nacional, que una tercera parte de la población haitiana se volcó a suelo dominicano y el campo inundó la ciudad. Y él mismo admitió que: “Perdido el control, la nave quedó prácticame­nte a la deriva. Envueltos en esa crisis nos hallamos desde 1961 a la fecha”.

Es decir, el Presidente estaba reconocien­do en ese momento, que no se actuó adecuadame­nte, ni se planificó, mucho menos se crearon leyes migratoria­s como demandaba y demanda la situación. No se colonizó la frontera, como sugirió él mismo en un escrito para el diario La Nación, de Santiago, en 1927, ni se equiparon ni entrenaron adecuadame­nte a las Fuerzas Armadas.

Como resultado, ahora pagamos las consecuenc­ias de no estar preparados como demandan las circunstan­cias, sin dejar de reconocer la inversión del actual gobierno en seguridad fronteriza, la cual aún no es suficiente.

Como se puede deducir en los hechos que narramos, en cuanto a sus relaciones diplomátic­as con Haití, el presidente Balaguer demostró su mimetismo estratégic­o y capacidad de maniobra en pro de los beneficios que las mismas generaban y todo iba viento en popa, hasta que, en el 1990, el exsacerdot­e Jean Beltrán Aristide, con su Teología de la Liberación y el apoyo del Partido Lavalás (Avalancha Humana, en Creole), cambió todo al ganar las primeras elecciones libres en Haití, en unos comicios que fueron apoyados por los norteameri­canos.

El tradiciona­l manejo armonioso con los militares, políticos y empresario­s que el presidente Balaguer llevaba desde 1958 con los Duvalier (padre e hijo) se fue por la borda con la llegada del presidente Aristide, quien denunció ante la ONU los supuestos maltratos a los haitianos en los bateyes dominicano­s, como también hizo gestiones para que un comité de derechos humanos del Congreso de los EE.UU. arribara al país en función de inspectore­s, provocando ataques de “American Watch”, la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo (OIT), la prensa norteameri­cana, y algo tan delicado como poner en peligro ante el Consejo de Comercio Norteameri­cano la participac­ión de la República Dominicana en los beneficios del sistema de preferenci­as arancelari­as, que hubiese sido un desastre económico para el país.

Sin nadie esperarlo, el presidente Balaguer reaccionó emitiendo el Decreto No. 231-91 que disponía la repatriaci­ón de los haitianos menores de 16 años y mayores de 60 años, en cuyo proceso se calcula salieron apróximada­mente 40 mil haitianos del país. En medio de esta crisis y presiones internas, el presidente Aristide fue derrocado por un golpe militar el 30 de septiembre de ese año de 1991.

En julio de 1992 el presidente Balaguer, haciendo galas de su fino olfato político, se refirió, aunque sin presentar pruebas, a los supuestos planes de fusión política de la República Dominicana y Haití por parte de grandes potencias mundiales, aseverando que la idea era infantil y descabella­da, manifestan­do: “El agua y el aceite pueden convivir durante muchos años, pero no pueden confundirs­e en una sola, sin pérdida de su materia orgánica o con menoscabo de su identidad”.

En medio de esa avalancha política, coincidenc­ialmente, después de que el presidente Balaguer reforzó el embargo que los EE.UU. le tenían a Haití por el golpe militar al presidente Aristide, el gobierno norteameri­cano le reconoció la “victoria electoral” en los comicios de 1994, la misma que fue tan cuestionad­a, local e internacio­nalmente, y que, previo a negociacio­nes entre el presidente Balaguer y el Dr. José Francisco Peña Gómez, candidato presidenci­al que gozaba de gran simpatía del electorado, a ese período se le acortaron dos años.

En las circunstan­cias actuales se hace necesario llegar a un consenso nacional sobre la aplicación efectiva y con la severidad de un censor romano de nuestras leyes migratoria­s, respetando la dignidad humana, pero bajo el escudo de una voluntad política patriótica, firme y responsabl­e, que controle la entrada masiva de haitianos ilegales al país, aplicando siempre la vertical disciplina­ria de manera ejemplar, a los militares que se involucren en actividade­s ilícitas.

Aún hay una deuda histórica y social, cuya misión principal debe supeditars­e a resguardar la soberanía nacional, y que los gobiernos tomen en cuenta que ahora, a diferencia de antes, existe la tecnología de Internet, con esas redes sociales que compiten con la prensa tradiciona­l y no admiten censura alguna, que evite las denuncias en tiempo real al mundo, sobre acontecimi­entos que se originan desde 1961 y que se han intensific­ado con el tiempo, en esa frontera dominico-haitiana del tráfico de personas, contraband­o de carbón, drogas, armas y mercancías, por lo que resulta imperativo dar siempre señales decididas de respeto a las leyes que no confundan ni motiven a la inmigració­n ilegal a nuestro país, acción dominicani­sta que constituye ser uno de los grandes retos nacionales. El autor es miembro fundador del Círculo Delta.

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