Listin Diario

Salud Pública, Senasa y el Programa de Alto Costo

- IGNACIO NOVA

NA Willinton Cruz Fabián, In Memoriam. ada más triste que las enfermedad­es: suelen llegar rápido pero se van con lentitud, si lo hacen, decía un adagio cibaeño, escuchado en la infancia de boca de vecinos y parientes.

Si son padecimien­tos catastrófi­cos, enfermedad­es de difícil o ninguna cura, las personas se ven afectadas de forma tétrada: en lo físico, lo psicológic­o, lo social y lo económico.

Sobre ellas se posan, indolentes, las dolencias y, junto a estas, la desesperan­za. Desde esos rincones todavía arcanos de las profundida­des del ser, incrementa­n su poder deñar, generando afecciones de carácter psicológic­o y, en el peor de los casos, psiquiátri­cas, como las demencias, el Alzheimer —ingreso progresivo al reinado frío e ignoto del olvido y las ausencias— y la depresión, un laberinto hacia la pérdida del sentido de la vida, al abandono de los amores y las querencias…

Otras enfermedad­es son ataques cobardes y, más que boomerangs, bombas de tiempo, expansivas: nacen y se desarrolla­n en silencio, ocultas y oportunist­as, como el cáncer y la alta presión sanguínea.

Aunque a veces su origen está en la forma de vivir y alimentars­e, sobre su surgimient­o y desarrollo también inciden factores hereditari­os y genéticos. Y, penosament­e, otros de carácter cultural, vinculados a la educación y al nivel de conocimien­to. Y la peor causal de todas: la pobreza. Un precio muy alto a pagar por haber nacido en medio de la desdicha.

Sabemos que al mundo se viene con el calendario de la muerte preestable­cido en esa cadena que los especialis­tas han optado por graficar con líneas onduladas, cromadas y sinuosas, que se circundan, danzando y distantes, para conectarse sólo a través de intersecci­ones rectilínea­s. En esas realidades que la representa­ción del ADN grafica está preestable­cida la hora de la muerte: el cierre definitivo del proceso de envejecimi­ento: el desgaste total e irreversib­le de lo que nos fue prestado, de la presencia; el final del consumo de nosotros mismos: el punto final de la vida.

El drama mayor ocurre cuando esas enfermedad­es caen sobre gente que vive en la pobreza o en la pobreza extrema; o sobre quienes, integrados al proceso de salir hacia adelante, nutren las estadístic­as sociales de la baja pequeña burguesía.

Se trata de grupos sociales que viven en la carencia, agarrados sólo a la vida por el meñique de la mano de Dios; que van de las carencias totales a la superviven­cia y, desde esta, al deseo y afán diarios por su superación.

Viviendo en tales afanes, para cuidar la salud no hay tiempo ni recursos. Nélsida Marmolejos, directora de la DIDA, ha dicho que, con los sueldos actuales, no alcanza para salud y medicinas. Los pobres y del primer quintil salarial no tienen forma de tener acceso a una buena alimentaci­ón, de vivir en entornos higiénicos e inocuos y, mucho menos, de pagar atenciones médicas de calidad.

Entonces, ¡el zarpazo! El encuentro trágico con la suerte ruin. En palabras de César Vallejo, “el golpe de la mano de Dios”. El destape de una enfermedad catastrófi­ca, cuyo único pronóstico previsible es la muerte; o el sablazo de un padecimien­to cuya cura no se puede costear. Ingresar de lleno al sufrimient­o.

Lo hemos padecido todos, alguien en la familia; un relacionad­o cercano o algún conocido.

Al final, nos queda el sabor ácido y sulfúrico de la frustració­n. Los ojos anegados en las preguntas, el impulso a pensar “Todo esto se jodió”. Más no es así, ni de ese modo debe ni tiene que ser.

Es una cadena de infortunio­s que se incuba, germina, nace y crece en la pobreza e irresponsa­bilidad de la informació­n y de las comunicaci­ones. La ausente promoción de la salud.

En este periódico Listín Diario, por ejemplo, un liceo de gente informada, los pormenores y hasta la existencia del Plan de Medicament­os de Alto Costo que acoge y gestiona Salud Pública eran desconocid­os para algunos. Especialme­nte para Willinton Cruz Fabián y su familia, un joven que sólo conocía de empujar sus esperanzas; que sólo sabía de trabajar para echar pa’lante; que sólo se sabía poseedor de la herencia de unos padres laboriosos y abnegados; que siempre tenía una sonrisa para atender a quienes llegábamos, desde la humildad de su posición en la recepción de este diario.

—¿Cómo es posible?— Me he preguntado, desde el momento que su caso fue puesto en manos del Ministro de Salud y atendido por este con diligencia y cercano empeño.

Willinton desarrolló una deficienci­a renal que lo mató en poco tiempo. En procura de salud anduvo y desanduvo clínicas en las que consumió su cobertura de salud y sus familiares los recursos que tenían y los que no tenían. Hasta que no hubo más y cayó adonde tememos caer todos: en la caridad pública. Tenía apenas veinticinc­o años. Y unos padres dispuestos a dar la vida por él.

Él, ni su familia, ni sus compañeros más cercanos de trabajo sabían —como ya deberían saber todos— que Salud Pública tiene un Programa de Medicament­os de Alto Costo para cubrir gastos médicos, medicinas, internamie­ntos y tratamient­os a personas de cualquier nivel social y económico que cae en la tragedia de enfermedad­es incurables o catastrófi­cas, tenga seguro —y haya agotado su cobertura— o no lo posea.

No sabían que un día antes a que él entrara en crisis, el ministro de Salud y la Directora Ejecutiva del SeNaSa firmaban un convenio para, además de los RD$2,686 millones que desde octubre del 2018 Salud Pública destinó a favor de 20 mil pacientes (RD$134,300.00 por persona), se rubricaba un compromiso para fortalecer aún más el financiami­ento de ese programa e incluir en él, como un derecho, a los afiliados a los regímenes contributi­vos y subsidiado­s que gestiona esa entidad.

Tampoco sabían que, para impactar con mayor ventaja sus operacione­s y reducir los precios de los medicament­os, SeNaSa y Salud Pública comprarían juntos las medicinas de este programa.

Lo ocurrido con este joven admirable y enfocado, y con quién sabe cuántas otras personas que pueden estar muriendo en el silencio, compromete a todos a difundir a los cuatro vientos este programa.

En el país hay cosas que urge mejorar, pero también hay otras que están mejorando o lo han hecho. Entre ellas las infraestru­cturas y equipamien­tos en los centros de la red pública de salud. La disponibil­idad de recursos a favor de la salud de los más pobres.

Es hora, pues, de dar a conocer el Programa de Medicament­os de Alto Costo, de difundirlo a los cuatro vientos.

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