Listin Diario

Detrás de la belleza, hay una lucha para sobrevivir

- Por CATHERINE PORTER

CABO DORSET, Nunavut — Horas antes de volar a su exhibición debut en Toronto, Ooloosie Saila, una estrella ascendente en el mundo artístico canadiense, estaba escondida en la habitación de su abuela, en el borde congelado del océano Ártico, acobardada de miedo.

Entre ella y el futuro se interponía un familiar que estaba borracho y enfurecido, otra vez. Empacó frenéticam­ente, sacó a sus dos pequeños hijos de la cama y huyó en la noche.

Cuatro días y 2.300 kilómetros después, Saila, de 28 años, se encontraba en la galería Feheley Fine Arts en Toronto, donde la multitud aclamaba su “audaz uso” del color y el espacio negativo.

En Saila, muchos podrían ver a una artista consumada, homenajead­a por sus retratos del paisaje inuit: una joven indígena que está triunfando.

Sin embargo, el mundo al que regresó después de la inauguraci­ón está plagado de pobreza, alcoholism­o y abuso doméstico.

Cabo Dorset —una comunidad de unas 1.400 personas en una bahía abrazada por montañas bajas— es sinónimo de arte en las mentes canadiense­s. Los artistas locales producen obras que decoran las paredes de oficinas corporativ­as y de las residencia­s de los ricos.

Si alguna localidad pudiera escapar de las ataduras de la pobreza que han definido a la vida indígena en Canadá, debería ser Cabo Dorset. Pero casi el 90 por ciento de sus residentes vive en viviendas públicas, que están en ruinas y llenas de gente. Abundan los suicidios.

Los inuit de Cabo Dorset alguna vez fueron integrante­s de un cultura de caza donde todos desempeñab­an un papel. Vivían de la tierra al 100 por ciento. Luego, el gobierno los atrajo con promesas de vivienda permanente y escuela. Las autoridade­s notaron las habilidade­s artísticas de los inuit, y pensaron que podrían ofrecer una forma de ganarse la vida.

En 1959, los artistas crearon una cooperativ­a con un consejo encabezado por inuits. En el centro del poblado está un símbolo del éxito de la cooperativ­a: un nuevo y moderno centro cultural de 9.8 millones de dólares con estudios de arte y la primera galería de la aldea.

Al centro cultural llegan artistas a raudales, con sus obras en mano, buscando recibir pago. La cooperativ­a los compensa sin importar si puede vender o no su obra.

Según un cálculo del gobierno, la mayoría de los artistas en el territorio gana solo 2.080 dólares al año. Una vez descubiert­as, a las estrellas se les paga más. Un puñado de artistas supera los 75.000 dólares al año. Pero son raras excepcione­s.

“Si trabajas así de duro, eso es lo que podría suceder”, dijo el subgerente Joemee Takpaungai a un artista, Johnny Pootoogook, que trabajaba en un dibujo de cinco hombres tocando el tambor. Era un recuerdo de su reciente estancia en la cárcel. El padre de Pootoogook, Kananginak, que ayudó a fundar la cooperativ­a, se volvió un artista tan exitoso que su obra encabezó la

Bienal de Venecia. Pero Johnny, de 48 años, ha caído preso del abuso, la depresión y el alcohol.

El arte ha sido una constante para él, pero aún espera su primera exhibición. “Quiero contar la vida de los inuit aquí”, afirmó. “No todo es bueno”.

De hecho, algunos culpan al arte de los problemas del pueblo. “A veces, cuando reciben una buena cantidad de dinero, lo usan para tener acceso a las drogas y al alcohol”, indicó Timoon Toonoo, alcalde de la aldea.

Un día hace cuatro años, Saila apareció en el estudio de la cooperativ­a y pidió algo de papel. Con el tiempo, Bill Ritchie, que entonces era gerente del estudio, la impulsó a intentar hacer paisajes. El resultado fueron obras de cinco metros, tan densas con lápices de colores, “que casi puede uno leerlas como Braille”, comentó Ritchie.

Saila exhibió algunos de sus dibujos en una feria internacio­nal de arte, y la respuesta fue tan entusiasta, que planificó una exhibición en solitario en Toronto. “Nunca pensé que podría vender dibujos”, dijo Saila. Se vendieron los tres más grandes y más caros, cada uno de más de 3. 700 dólares.

Una noche de junio, Saila estaba sentada a la mesa de la cocina, coloreando su paisaje más reciente. Sus hijos por fin se habían dormido, así que podía trabajar.

Habían pasado tres meses desde su inauguraci­ón artística. ¿Qué había cambiado en su vida?

“Nada”.

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FOTOGRAFÍA­S POR SERGEY PONOMAREV PARA THE NEW YORK TIMES Ooloosie Saila y su hijo en su reciente debut, en una galería de Toronto. “Nunca pensé que podría vender dibujos”, aseguró.
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