¿Por qué Brasil está tan tranquilo?
El último año ha estado marcado por una convulsión social generalizada en América Latina.
Desde mediados de octubre, los chilenos han salido a las calles; lo que inició como manifestaciones por un aumento a la tarifa del metro creció rápidamente, hasta convertirse en protestas por una enorme desigualdad económica. El presidente de derecha, Sebastián Piñera, ordenó que una fuerza policial militarizada suprimiera las protestas, provocando más de una decena de muertes y ceguera parcial a más de 200 personas.
En Colombia, estudiantes, trabajadores e indígenas han estado protestando desde finales de noviembre, contra supuestos recortes a las pensiones y cambios a la ley laboral. Los manifestantes acusaron al presidente de centro-derecha, Iván Duque, de no abordar los problemas de corrupción, desigualdad social y el asesinato de activistas de los derechos humanos.
En Ecuador también ha habido descontento civil, a raíz del aumento del precio de los combustibles y nuevas medidas de austeridad.
Las protestas masivas también han sacudido a Paraguay, Perú, Haití, Bolivia y Venezuela.
Así que, ¿dónde está Brasil en medio de todo esto?
Ciertamente hay muchos motivos para protestar en el país más grande de América Latina. Tenemos un presidente notoriamente incompetente, que acaba de señalar que el actor Leonardo DiCaprio contribuyó a los incendios en la selva del Amazonas. En un principio, el presidente Jair Bolsonaro trató de ocultar el aumento de los incendios que él mismo ayudó a provocar; cuando ese plan fracasó, el siguiente paso lógico era culpar a las ONGs y a una estrella de Hollywood.
Tras ocupar el cargo en enero de 2019, el gobierno de Bolsonaro comenzó a desmantelar todas las dependencias estatales, que hacían cumplir la protección ambiental y los derechos indígenas, empoderando a ganaderos, madederos y mineros ilegales. Hasta octubre del año pasado, el Ministerio de Agricultura había aprobado 382 nuevos productos de pesticidas, muchos de los cuales están prohibidos en Europa y han sido considerados altamente peligrosos. Hace tres meses, después de que un misterioso derrame petrolero contaminó más de 1.600 kilómetros de las playas más hermosas del país en el noreste de Brasil, el gobierno insinuó, inexplicablemente, que Greenpeace podría haber sido responsable.
¿Quieren más? Un grupo de abogados y ex ministros brasileños buscan acusar formalmente a Bolsonaro, en la Corte Penal Internacional, por alentar el genocidio de los pueblos indígenas y por no proteger los bosques de los que dependen. Según el Consejo Misionero Indígena, un grupo activista vinculado a la Iglesia católica, hasta septiembre del año pasado, se habían perpetrado 160 invasiones de reservas indígenas por quienes buscaban explotar sus recursos. Durante todo el año 2018, hubo 109.
Este gobierno también ha aprobado una reforma a las pensiones que aumentará la desigualdad social: los trabajadores rurales, las mujeres y los pobres serán los más afectados.
Para ser un presidente que hizo campaña prometiendo combatir la corrupción, Bolsonaro está notablemente rodeado de escándalos. Uno de sus hijos, Flávio, un senador federal, es investigado por malversación y lavado de dinero. Otro, Carlos, un concejal en Río de Janeiro, ha sido implicado en irregularidades relacionadas con su cargo. Y su tercer hijo, Eduardo, estuvo a punto de ser nombrado embajador en EU; sus únicas credenciales eran haber trabajado en un restaurante de hamburguesas, cuando era estudiante de intercambio en Maine, y haber visitado Colorado una vez. (La idea después fue descartada).
Muchos integrantes del gabinete —entre ellos, los ministros de Turismo, Economía, Agricultura, Medio Ambiente, Seguridad y Salud— también están supuestamente involucrados en escándalos de corrupción. El propio jefe del gabinete de Bolsonaro, Onyx Lorenzoni, admitió que se embolsó fondos ilegales de una compañía en 2014. La confesión nunca condujo a una investigación; el ministro de Justicia, Sérgio Moro, explicó que él ya había admitido sus errores pasados y se había disculpado. Esto debería ser más que suficiente para inundar las calles de ciudadanos molestos, alzando el puño, gritando furiosamente consignas que rimen “policía” con “violencia”. ¿Verdad?
Entonces, ¿por qué las calles brasileñas están tan tranquilas?
Quizás, se debe a la aterradora reacción preventiva del gobierno a la ola de protestas, que se extiende en toda América Latina.
A finales de octubre, el presidente reveló que el gobierno estaba monitoreando los acontecimientos políticos y que el ejército estaba preparado para intervenir.
Un mes después, Bolsonaro presentó una iniciativa para ampliar el llamado “excludente de ilicitude”, un artículo del código penal de Brasil, que permite la impunidad para algunos actos ilegales, bajo circunstancias especiales, incluyendo los puestos en práctica por agentes encargados de la justicia. Esto le daría protección legal al ejército para disparar y matar durante las manifestaciones.
Tanto el ministro de Economía, como el casi embajador Eduardo Bolsonaro, han insinuado que si los brasileños intentaran imitar a sus vecinos, el gobierno respondería con un nuevo “AI-5”, es decir, una nueva versión del decreto emitido por el ejército en 1968, que disolvía al congreso, suspendía muchas garantías constitucionales y restringía la libertad de prensa, institucionalizando así la censura y las torturas.
El mensaje es claro: independientemente de lo que suceda, los brasileños deben quedarse quietos.