La maldad de Trump es contagiosa
Ocurrió con el habitual gesto de indiferencia de los habituales cómplices del odio, cuando el presidente de la democracia más poderosa del mundo amenazó con cometer crímenes de guerra, bombardeando sitios culturales iraníes —el tipo de barbarismo practicado por el talibán y matones de los estados rebeldes.
Después de que se le informó que violaría las reglas de la Convención de Ginebra que EU había ayudado a crear, cuando de hecho era un país grande, el presidente Donald J. Trump cedió, pero de todos modos se preguntó: ¿por qué no?
El comandante militar tirano en jefe ya había hecho todo lo que estaba en sus manos para proteger a un integrante de los Navy SEALs, que había sido acusado de cometer crímenes de guerra. ¿Y cuál es el tipo de hombre por el que el presidente trastocó el código de justicia militar?
“El tipo es absolutamente malvado”, dijo otro integrante de los SEALs a los investigadores, en referencia a Edward Gallagher, Jefe de Operaciones Especiales, quien fue hallado culpable de posar para fotografías con el cadáver de un adolescente, que había resultado muerto bajo su custodia. Tras la intervención presidencial, el militar previamente avergonzado posó en Mar-a-Lago, el club de Trump.
En un día cualquiera, Trump es vengativo, ignorante, narcisista y un fraude —bueno, sus patologías son bien conocidas. Pero es hora de aplicarle la misma palabra que el valiente integrante de la Armada de EU le asignó al insubordinado en su unidad. Bajo Trump, EU es una confederación de corrupción, impulsada por mil puntos de maldad. Y esa maldad es contagiosa.
Todos crecimos escuchando una advertencia eterna acerca de la moralidad pública: que lo único que se necesita para que triunfe el mal es que la gente buena no haga nada. El presunto desenlace es reconfortante, un relato que nos contamos. Pero en los últimos tres años, esa homilía ha demostrado ser correcta, en el país donde se suponía que no debía ocurrir. La presidencia de Trump ha demostrado cuánta gente, aparentemente buena, no hará nada, y cómo el mal, cuando se le da rienda suelta en la cima, se filtra hacia abajo.
¿Fue la política, o la maldad, cuando el candidato Trump calumnió a una familia militar, cuyo hijo había muerto? ¿Fue un cambio en política pública, o maldad, cuando Trump permitió que la gente colocara a los niños en las jaulas y los separara de sus madres? ¿Fue simple teatro el deleitarse al corear “enciérrenla”, acerca de Hillary Clinton, que ha sido exonerada dos veces, por investigadores federales? ¿Es normal para el presidente mentir más de 15.000 veces?
Trump nos ha insensibilizado tanto, que un día sin una ronda de crueldad contundente de la Casa Blanca, es digno de ser noticia. Y ahora todo llega a un punto álgido en el proceso para el juicio político. No hay dudas sobre los hechos: Trump intentó obligar a una democracia atribulada a hacer su trabajo sucio político. Intentó presionar a una potencia extranjera para que interviniera en nuestra elección. Lo que sí está muy en duda es si suficiente gente buena hará algo.
En el proceso de su gran crimen, rompió la ley, como informó un organismo no partidista de vigilancia del Congreso el 16 de enero. La maldad más grande es haber quebrantado el noble propósito escrito en los documentos fundadores del país. Los males menores son los senadores republicanos que saben que el presidente violó su juramento y debería ser destituido, pero no tienen el valor de decirlo.
“No subestimen, como hizo mi partido, la naturaleza desesperada y malvada de gente desesperada y malvada”, escribe Rick Wilson, el agente republicano e ingenioso integrante del movimiento “Nunca Trump”, en su nuevo libro “Postulándose contra el Diablo”. “No hay fondo. No hay vergüenza. No hay límites”.
En cuanto al contagio de la maldad, no es necesario ir lejos. En
Texas, el gobernador Greg Abbott dijo que su estado se convertiría en el primero en negarse a aceptar incluso un pequeño número de refugiados legales, plenamente aprobados. Un puñado de ciudadanos, la Iglesia Católica y algunos integrantes del Congreso se opusieron. “Aceptar refugiados con los brazos abiertos —dar sin llevar la cuenta— es lo que somos como estadounidenses”, tuiteó la representante Pramila Jayapal, demócrata de Washington, ella misma una inmigrante.
Lo siento, pero eso no es lo que somos como estadounidenses en la era Trump. Cuando la bandera del odio ondea, la mayoría de sus seguidores se han puesto de pie para rendirle honores. Estos son los dos pasos que toda la gente buena debe dar ahora: primero, darse cuenta del nivel de depravación que se ha apoderado de la Casa Blanca y, segundo, luchar como corresponde.
“No vengas a esta lucha, creyendo que el equipo Trump considera que cualquier acción, incluyendo la criminalidad absoluta, está fuera de los límites”, escribe Wilson. Esto no significa que uno tenga que hacer trampa, mentir o coaccionar. Pero sí significa que hay que luchar, o ser incluido entre la gente que no hace nada y que ha permitido que la maldad florezca.