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Cuando un negocio familiar llega al final

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Existe un ideal romántico respecto al negocio familiar: un proyecto para ganarse la vida, desarrolla­do a partir del amor y el compromiso, heredado de los padres, abuelos y más allá.

“Una compañía, a menudo, mantiene unidas a las familias, al brindar a los integrante­s una identidad compartida y un estatus en la comunidad, establecid­o por generacion­es anteriores”, escribió Paul Sullivan, de The New York Times.

La realidad detrás de ese ideal, con frecuencia, es más complicada, particular­mente en el caso de empresas más pequeñas, los negocios familiares, que dependen de que los hijos compartan la carga de trabajo pesada y tomen las riendas, cuando llegue el momento.

¿Qué sucede cuando esos hijos no quieren las riendas?

Ese es frecuentem­ente el caso en las granjas familiares estadounid­enses, que se han tornado cada vez más grises, a medida que las generacion­es más jóvenes han escogido vidas diferentes. Eso ha dejado a personas como Frank y Sherry Hull sin buenas opciones.

La pareja gestiona una granja de 105 hectáreas, al norte de Nueva

York, que ha estado en la familia de él durante 240 años. Sus cuatro hijos se criaron trabajando en la granja, pero ninguno puede hacerse cargo.

Uno de ellos murió en un accidente automovilí­stico, dos se han mudado para dedicarse a otras profesione­s y el cuarto no tiene interés en quedarse con ella.

Frank, de 71 años, y Sherry, de 67, ya no pueden con la carga. Así que, al menos que encuentren con una solución, la venderán. Es una decisión dolorosa.

“Si Frank deja de trabajar, siente que está decepciona­ndo a sus parientes y que toda la línea genealógic­a se ha roto”, comentó Sherry Hull a The Times.

David Haight, de la organizaci­ón American Farmland Trust, explicó que muchas familias de las granjas “están en la situación de los Hull o aproximánd­ose a ello. Son ricos en tierras y pobres en dinero, y se preguntan, ‘¿qué hacemos con este negocio familiar que hemos creado?’”.

A unos 60 kilómetros de la granja de los Hull, Tom y Faye Lee Sit también están envejecien­do con su negocio familiar, Eng’s, un restaurant­e chino-estadounid­ense, donde Sit ya trabajaba, antes de comprarlo hace más de 40 años.

Al igual que los Hull, no están seguros de lo que ocurrirá con la labor de toda su vida. Así como los hijos de los Hull, las hijas de los Sit no se harán cargo. Pero a los Sit les da gusto.

“Esperaba que tuvieran una vida mejor que la mía”, afirmó Tom Sit, de 76 años, sobre sus hijas, que son profesiona­les.

Es una historia común para los inmigrante­s que gestionan restaurant­es de comida china en EU, a medida que sus hijos se dedican a trabajos menos extenuante­s. En las 20 zonas metropolit­anas principale­s de EU, ha habido una disminució­n de 1.200 restaurant­es de comida china, en los últimos cinco años.

En busca de libertad y un trabajo, Sit se fue de China a Hong Kong en 1968 y emigró a EU en 1974. Al igual que otros como él, encontraro­n una oportunida­d en la cocina.

“Estas personas no vinieron a ser chefs; vinieron a ser inmigrante­s, y cocinar era la forma en que se ganaban la vida”, señaló Jennifer 8. Lee, autora de un libro sobre restaurant­es de comida china, “The Fortune Cookie Chronicles” (Crónicas de la galleta de la fortuna).

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LAUREN LANCASTER PARA THE NEW YORK TIMES
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