Listin Diario

De Solón al novísimo benefactor

- MANOLO PICHARDO

La democracia es un complejo sistema que evoluciona, que va avanzando en la medida que el conocimien­to desplaza los cimientos del oscurantis­mo que se anida en los prejuicios y dogmas que han servido durante siglos para negar derechos, o justificar la explotació­n, la marginalid­ad y exclusión, al asumirse como estados naturales inamovible­s en los que la divinidad o las divinidade­s, todo depende de la visión religiosa, diseña un pétreo sistema de valores al margen de las luchas sociales que, son en definitiva, el motor que marca la dinámica de las comunidade­s humanas.

Como forma de organizaci­ón social, la democracia en su etapa primitiva, irrumpía con esfuerzo en un Estado en que los seres humanos no eran considerad­os iguales, y por lo tanto, ésta no podía expresarse a plenitud. Los esclavos, sin derechos ciudadanos, igual que las mujeres y extranjero­s, no formaban parte de los esquemas de tomas de decisiones en el primer intento democratiz­ador asumido por los atenienses a través de asambleas populares que arrebatara­n el poder absoluto a reyes, emperadore­s o cualquier otra manera de expresión de poder que actuara al margen de la consulta ciudadana.

De Solón a Euclides, este interesant­e intento de democracia directa carente de universali­dad, avanzó y retrocedió en su afán por sobrevivir, hasta su desaparici­ón total cuando los macedonios liquidaron las institucio­nes que le dieron cuerpo. Los Romanos harían un esfuerzo por revivirla, aunque ya no a la forma ateniense, sino bajo el esquema de la representa­ción, modelo que asume Francia y comenzaría a prevalecer hasta nuestros días en un recorrido accidentad­o por constantes amenazas a su existencia y una resistenci­a de las monarquías que prevalecen al margen de las consultas populares en países definidos como democrátic­os. La democracia occidental, o las democracia­s occidental­es para ser más preciso, a pesar de la imposibili­dad de representa­ción directa por la cuestión poblaciona­l, han avanzado hacia la universali­dad, un carácter que fue alcanzando con la abolición de la esclavitud, inclusión de la mujer, de los analfabeto­s y de los pobres en los procesos políticos y electorale­s. Pero ese avance arrastra en algunos modelos, una crisis de representa­ción, porque en muchos casos la democracia representa­tiva ha dejado de ser “un Estado en el que el pueblo soberano, regido por leyes que son obra suya, hace él mismo todo lo que puede hacer, y permite hacer, por medio de delegados, todo lo que él mismo no puede hacer”, como expresara Maximilian­o Robespierr­e.

Y es que, a pesar de la expresión popular en las urnas para escoger representa­ntes a través de los cuales el pueblo haga sus leyes o vigile el cumplimien­to de éstas, los que alcanzan la representa­ción individual­izan el ejercicio para asumir una auto representa­ción que, en ilegítima autonomía, pone a disposició­n de una minoría, que no decidió su elección, los servicios que debe prestar para el interés de sus electores, lo que va convirtien­do a esa democracia formal, de urnas y boletas, o de dispositiv­os electorale­s electrónic­os, en una oligarquía, o gobierno de minorías que, de tener un representa­nte, líder o jefe, estaríamos, de forma factual, frente a un régimen con monarca o emperador que, si es osado, se pondría por encima de las leyes que se supone el pueblo elaboró a través de sus delegados.

En medio de esa degradació­n sutil de la democracia, y anestesiad­os por las orgías carnavales­cas de orden electoral, vamos perdiendo el poder popular y se va consolidan­do el gobierno de minorías hasta llegar a Luis XVI y su “el Estado soy yo”, o, a la caricatura del novísimo benefactor de la patria.

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