Aislados, en un momento de estar unidos
Cada hora se vuelve más difícil encontrar la nueva normalidad. Nos necesitamos unos a otros en una crisis como esta, pero tememos con razón a la aglomeración. En ciudades de todo el mundo, los cafés y restaurantes han cerrado. Los museos y teatros están en pausa. Las iglesias han cancelado misas y las mezquitas han cerrado. Tradicionalmente, buscamos consuelo en la religión, los deportes, el entretenimiento y en la promesa de que la ciencia y las sociedades modernas brindan todas las herramientas necesarias para resolver cualquier problema. Pero el coronavirus socava nuestras ideas más básicas sobre comunidad y, en particular, la vida urbana.
Los historiadores nos cuentan que las ciudades surgieron hace miles de años por razones económicas e industriales. También crecieron a partir de necesidades sociales y espirituales, profundamente humanas. La noción misma de las calles, viviendas compartidas y espacios públicos surgió de la sensación de que todas las personas están juntas en esto.
Las pandemias se aprovechan de nuestro impulso de congregarnos. Y nuestra respuesta hasta ahora —el distanciamiento social— no solo choca con nuestros deseos fundamentales de interactuar, sino también con la forma en que hemos construido nuestras ciudades. Están diseñadas para ser ocupadas y animadas colectivamente.
Por supuesto, ahora tenemos abundantes formas de interacción digital remota. Ya nos habíamos desviado hacia una especie de distanciamiento social, viviendo cada vez más en nuestros teléfonos y en comunidades virtuales, y pasando horas en Netflix. La tecnología que consumimos hoy nos consume cada vez más. Está aumentando nuestras ansiedades con el acceso sin fin a la información y a la desinformación por igual. Pero la tecnología también nos permite seguir adelante con ciertos tipos de negocios y actuar globalmente de manera, que no podríamos haber imaginado hace una generación.
Pero, todavía nos necesitamos unos a otros, no solo virtualmente. En el website Vox, Ezra Klein planteó la posibilidad de que el distanciamiento social cause una especie de “colapso en el contacto social, que es particularmente duro para las poblaciones más vulnerables al aislamiento y la soledad: los adultos mayores y personas con discapacidades o condiciones de salud preexistentes”.
Hay pruebas de esto. Eric Klinenberg, sociólogo de la Universidad de Nueva York, escribió un libro sobre una ola de calor en Chicago en 1995, en la que murieron 739 personas. Fue letal entre los ancianos de Chicago, que vivían en vecindarios pobres y segregados, que permitían a los residentes poco contacto social. Sin embargo, los adultos mayores de Chicago, que vivían en comunidades igualmente pobres y plagadas de delincuencia, que tenían acceso a lo que Klinenberg llama una “infraestructura social” sólida—una red de “aceras, tiendas, instalaciones públicas y organizaciones comunitarias que ponen a las personas en contacto con amigos y vecinos”— murieron a un ritmo notablemente menor.
Las ciudades se han convertido en epicentros de nuevo capital y creatividad, porque la proximidad genera casualidad y fuerza, de donde surgen nuevas ideas y oportunidades. El valor humano del espacio compartido es, a fin de cuentas, incalculable.
Durante el bombardeo de Londres, en la Segunda Guerra Mundial, el ministerio del Interior británico ordenó el cierre de todos los teatros, cines y demás lugares de reunión pública, dejando a los residentes meditar sobre su sombrío destino en casa.
La excepción fue la Galería Nacional de Londres, cuyo director convenció a las autoridades de que le permitieran mantener un cuadro a la vista del público (el cuadro se cambiaba, así que había motivos para regresar). La galería también organizó una serie de conciertos de música clásica.
Salir significaba arriesgar la vida. Pero los londinenses hacían filas que se extendían desde la entrada de la galería y hasta el otro lado de la plaza Trafalgar. Cuando una munición alemana cayó en la galería poco antes de un concierto, el público y los músicos se reubicaron al otro lado de la plaza, en la Casa de Sudáfrica.
La guerra estremeció la confianza de las democracias libres y abiertas para sobrevivir a una grave amenaza mundial. Si bien modestos, los conciertos dieron esperanza a los londinenses, recordándoles por qué vivían allí y juntos.
La amenaza de hoy es otro tipo de desafío a la solidaridad y a nuestra forma de vida. No es una ola de calor o un bombardeo. No se puede mitigar yendo a conciertos o museos. Requiere aislamiento.