La obra de Christo será recordada
Lamento no haberle preguntado nunca a Christo sobre Gabrovo, la ciudad búlgara donde nació en 1935. Murió el 31 de mayo, a los 84 años, un soñador con seguidores de culto y un legado que siempre ha parecido una respuesta irónica y humana a los dictados culturales del bloque soviético.
Cuando los soviéticos reprimieron el levantamiento húngaro en 1956, Christo huyó de Praga, a donde había ido a estudiar y trabajar en un teatro de vanguardia. Se dirigió a Viena y, de allí, a París, donde conoció a Jeanne-Claude Denat de Guillebon, ha hija nacida en Marruecos de un oficial del ejército francés. Él era encantador, una fuerza de la naturaleza. Ella era brillante y no menos decidida. Jeanne-Claude, también artista, se convirtió en su colaboradora.
A través de los años, sus más espectaculares golpes de efecto— envolver el Reichstag de Berlín y el puente Pont Neuf en París, enfundar una isla en la bahía Biscayne de Florida y parte de la costa de Australia, instalar una valla de tela ondulante en 40 kilómetros del Norte de California— parecían para los escépticos, demasiado Barnum y muy poco Braque: entretenimientos de cultura media. Cada vez más, la popularidad de Christo se convirtió en un golpe contra él en algunos círculos exclusivos.
Su arte era fácil de entender, pero difícil de clasificar. Al principio, su inclinación por envolver objetos cotidianos, como latas de pintura y barriles de petróleo, parecía vincularlo con los artistas pop estadounidenses de los años 60 y los nuevos realistas franceses.
Pero luego comenzó a envolver edificios enteros y a trabajar al aire libre en una escala ambiental y megalomaníaca, que sugería a los artistas del land art de los 70s, como Michael Heizer, Robert Smithson y Walter de Maria, salvo que las instalaciones de Christo eran temporales, a veces urbanas, y acogían como un componente esencial del arte toda la documentación tediosa, artimañas financieras y negociaciones con autoridades y vecinos que podrían prolongarse décadas y ocasionalmente volverse desagradables.
“The Gates”, una instalación en el Central Park de Nueva York, tardó 26 años en hacerse. Cuando Christo planteó la idea por primera vez, las autoridades de NY publicaron un tomo pesado, contando todas las razones por las que era “el proyecto equivocado, en el lugar equivocado en el momento equivocado”.
Finalmente, en febrero de 2005, conduje con Christo y Jeanne-Claude a la hora cero, cuando un ejército de ayudantes remunerados, dispersos a lo largo de 37 kilómetros de veredas, desplegaron “The Gates” (Las puertas) en Central Park, 7.500 de ellas. La operación costó millones de dólares, que pagaron los artistas.
Con su interés en los intangibles y el proceso, Christo era como muchos otros artistas conceptuales de los 60s y 70s. Lo que lo distinguió fue el hecho de que su obra atrajo a grandes masas de personas, la atención de los medios mundiales, y generó una dosis de felicidad y asombro nada despreciable.
Un tema era el ánimo utópico del realismo socialista soviético, que pregonaba ser un arte para todos. En lugar de ese falso populismo, que produjo enormes monumentos a Marx y a la Madre Rusia, Christo le dio la vuelta al guión. Traficaba con una especie de abstracción pasajera, cuyos significados permanecían abiertos y listos para el debate. Crear esto era una obsesión personal que requería el consentimiento público —dependiente de un teatro político lento y desordenado, que era el máximo punto conceptual del arte.
“Vine de un país comunista”, afirmó Christo. “Utilizo mi propio dinero, mi propio trabajo y mis propios planes porque me gusta ser totalmente libre”.
Gabrovo es una ciudad luchadora y entrañable con una población orgullosa y testaruda y una vena pícara. Bajo el dominio soviético, se convirtió en la capital del humor del comunismo, hogar de un museo maravillosamente extraño, llamado la Casa del Humor y la Sátira, un coleccionista de malos juegos de palabras, volantes de la Guerra Fría y chistes intraducibles, hoy una reliquia olvidada de una era desaparecida.
Visité Gabrovo a lo largo de los años y pensé en Christo, hijo nativo que triunfó, recordando la imagen de él corriendo por el Reichstag y estampando sus pies en el Central Park cubierto de hielo, el centro de atención, disfrutando del resplandor de “The Gates”. Testarudo, pícaro, entrañable. Ese era Christo.