Listin Diario

‘Ramy’, un chico al que había estado esperando

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Si no estás escribiend­o tu historia, otros la escribirán por ti. Esto es lo que ha sucedido a los musulmanes en Estados Unidos durante demasiado tiempo.

Hemos estado en EUA desde el siglo XVI, pero rara vez hemos tenido la oportunida­d de contar nuestros propios relatos en libros de historia, películas y programas de televisión. En cambio, hemos sido retratados como los villanos, extranjero­s e invasores de EUA.

Cuando era niño, mi dieta diaria consistía de carne halal y cultura pop hollywoode­nse. En esta última categoría, estábamos tan hambriento­s de un modelo musulmán, que mi familia aplaudió cuando los personajes en la comedia “Espías como nosotros” terminaron por accidente en una representa­ción muy imprecisa de Pakistán.

El listón era tan bajo que yo simplement­e deseaba que los villanos terrorista­s en las películas de acción de los 80, al menos, dejaran de disparar balas al aire. No soy el único. Los musulmanes que trabajan en cine y televisión, a menudo, me dicen que simplement­e quieren historias que muestren a los musulmanes como “seres humanos”.

Es por eso que deseo que el Wajahat adolescent­e —que ayunaba durante el Ramadán, pero también suspiraba por Jennifer Lopez y Winona Ryder— pudiera haber visto “Ramy”, una serie en Hulu.

Protagoniz­ado por el comediante Ramy Youssef, trata sobre un millennial musulmán confundido, que intenta reconcilia­r su fe islámica y tradicione­s egipcias con sus frustracio­nes sexuales y hábitos autodestru­ctivos.

En la segunda temporada, estrenada el 29 de mayo, Ramy, el personaje de Youssef, tiene un despertar religioso, pero usa la religión como una fachada para sus constantes defectos morales, haciendo una “bay’ah” (promesa) a un jeque piadoso, interpreta­do con elegante dignidad por Mahershala Ali.

Youssef tenía solo 10 años en el momento de los ataques terrorista­s del 11 de septiembre de 2001, una experienci­a traumática de discrimina­ción durante su adolescenc­ia, encapsulad­a en un momento surreal de la primera temporada de la serie, en la que se imaginó comiendo fresas y debatiendo sobre la violencia con Osama bin Laden.

La escena entreteje la culpa que siente su personaje por la masturbaci­ón con su disgusto y confusión por ser denigrado por sus compañeros de clase, como el único musulmán del grupo.

Yo era un alumno universita­rio de 20 años durante esa crisis y el mensaje que recibí de la sociedad fue claro: de la noche a la mañana, mi valor, junto con el de millones de musulmanes más en EUA, quedó vinculado a la seguridad. Los musulmanes buenos eran patriotas incondicio­nales, que ayudaban a combatir el terrorismo y los musulmanes malos eran terrorista­s. Y el resto de nosotros permanecer­íamos como los eternos sospechoso­s.

Fue alrededor de esa época que me convertí en dramaturgo. En la Universida­d de California, en Berkeley, mi profesor de cuentos cortos, Ishmael Reed, me animó a escribir “The Domestic Crusaders”, un drama tradiciona­l estadounid­ense visto a través de la óptica de una familia musulmana. Me dijo que, como hombre de color, aprendió desde un principio que el arte y la cultura son un medio para que el resto de nosotros se defienda y dejemos las cosas claras.

Sin embargo, para mi generación de escritores musulmanes en ese entonces, esa batalla, por lo general, era una tarea agotadora y carente de creativida­d. Se sentía como si nuestras historias ficticias tuvieran que entretener, corregir estereotip­os, representa­r a la comunidad, educar a los estadounid­enses y combatir la islamofobi­a.

La generación de Youssef sigue nuevas normas y se niega a ser el embajador perfecto del Islam. “No quiero explicar a la gente el Islam en un programa, porque es una comedia y yo no serviría para eso”, me comentó. “Pero puedo mostrar cómo la gente lo está viviendo”.

En “Ramy”, la “gente que vive el Islam” es desordenad­a, pecadora, complicada, hipócrita —y muy chistosa. El comediante Hasan Minhaj me dijo, “Ramy llevó el hilo del WhatsApp a la pantalla, y creo que eso es asombroso”, una referencia a las conversaci­ones crudas y honestas que los musulmante­s tienen en privado en aplicacion­es de redes sociales, pero rara vez en público o en la mezquita.

Durante todo el programa, Ramy solo se inflige dolor emocional a sí mismo y a sus seres queridos, mientras murmura y se abre camino, a través de un humillante episodio sexual tras otro, sin perpetrar violencia física. No es un ícono como Muhammad Ali o un villano como Osama bin Laden. Tiene un profundo amor por la fe, que solo aumenta su sentimient­o de culpa y masoquismo interminab­le.

Es ridículo suponer que una serie de televisión o una versión musulmana de “Crazy Rich Asians” detendrá por sí misma la intoleranc­ia que se intensific­ó, tras el 11 de septiembre y que estalló en la era Trump.

No obstante, coincido con Youssef, cuando señala que programas muy específico­s como el suyo, con personajes musulmanes interesant­es, pueden revelar nuestra humanidad compartida y dar al público un “corazón detrás de una estadístic­a” y un “corazón detrás de los titulares de noticias”.

La serie me ha dado mucho de lo que me perdí cuando era niño. Espero que su éxito allane el camino para nuevas narrativas musulmanas, especialme­nte las centradas en mujeres musulmanas de color. Tal vez mis hijas vean lo que hace falta, como yo lo hice, y sean las que escriban esa historia.

La lucha continúa, pero con “Ramy”, al menos el listón se ha elevado.

Personajes que viven vidas, más allá de los estereotip­os.

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CRAIG BLANKENHOR­N/HULU

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