Rusos sortean el virus en pisos comunitarios
SAN PETERSBURGO, Rusia — A través de la delgada pared que la separa de sus vecinos, Anzhela Kirilova empezó a escuchar la tos seca asociada con el Covid-19 en mayo. Distaba mucho de ser sorpresa, ya que unas semanas antes sus vecinos habían oído la misma tos proveniente de su habitación.
Kirilova, una doctora que trabaja en el pabellón de Covid-19 en un hospital, relató que había tratado de advertir al hombre soltero y a la joven familia con la que comparte el apartamento de cuatro habitaciones, sugiriéndoles que usaran mascarillas en la cocina.
“Me dijeron, ‘no nos importa y haremos lo que nos dé la gana’”, recordó, encogiéndose de hombros.
Para los residentes de los apartamentos comunitarios de Rusia — una reliquia de la Unión Soviética, pero que alberga a cientos de miles de personas, en su mayoría en San Petersburgo— el autoaislamiento para evitar el coronavirus difícilmente es una opción.
Más de 20 personas pueden vivir en habitaciones separadas dentro de un mismo apartamento, habitualmente uno por familia, mientras que comparten cocina y baño, en un gran hogar, normalmente infeliz. En San Petersburgo, unas 500.000 personas viven en apartamentos comunitarios, lo que constituye el 10 por ciento de la población de la ciudad.
La vida en los apartamentos comunitarios siempre ha estado al borde de lo intolerable. Las reglas para la convivencia en un espacio reducido entre personas que pueden detestarse son delicadas. Las desavenencias son comunes.
Las tensiones se han agravado por la amenaza del nuevo coronavirus. Rusia, con más de 500.00 casos reportados, tiene la tercera cifra más alta de contagios después de Estados Unidos y Brasil.
La idea de los apartamentos comunitarios surgió tras la Revolución Bolchevique de 1917. En un proceso que llamaron “creación de densidad”, los comunistas dividieron los palacios de los ricos, los nobles y los lores de la corte zarista y mudaron allí a miles de familias pobres.
Los apartamentos comunitarios resultantes, de los que hoy en día quedan unos 69.000, lo que representa hasta el 40 por ciento de los inmuebles residenciales en el centro de San Petersburgo, se convirtieron en una mezcla de opulencia arquitectónica y penurias cotidianas.
Afuera en la calle, San Petersburgo sigue siendo un retablo de palacios y belleza. Pero dentro de los apartamentos hay un mundo de espacios fríos y húmedos con cables colgando, papel tapiz despegado y olores extraños, pero con techos altos, así como molduras y pisos de madera del siglo XIX
Hasta ahora, no hay señales de zozobra relacionada con la pandemia. Pero la frustración está creciendo.
En el complejo cálculo social de su mundo, indagar por la tos o los estornudos se sigue viendo como una violación de una regla esencial, al entrometerse en lo poco que queda de privacidad.
Cuando la tos comenzó en la habitación contigua, Kirilova no preguntó si sus compañeros de piso tenían el virus, por temor a crear lo que se conoce como un “escándalo”, al interferir en los asuntos personales de otros, explicó.
En una de las madrigueras más famosas de apartamentos comunitarios, el edificio del Emir de Bujará, que en su día fue una residencia palaciega, Sonya Minayeva, una artista, ha seguido viviendo prácticamente igual, que antes de la pandemia.
“No estoy tomando ninguna precaución, por principio”, afirmó Minayeva, de 32 años. Se niega a usar mascarillas, bajo la creencia de que la gente debe disfrutar de la vida y no enfocarse en el riesgo, señaló.
Sin embargo, un vecino de mayor edad ha comenzado a mirarla con recelo, comentó. “Sientes la tensión”, confesó Minayeva en su habitación, donde las molduras de yeso, racimos de uvas y querubines de yeso todavía adornaban los techos de altura. “Hay una paranoia silenciosa”, afirmó.