Listin Diario

Ofrecen alivio en el lecho mortal

-

en el suelo.

Extendió la mano y comenzó a rezar.

Mortalidad humana, expuesta

El coronaviru­s ha llevado a muchos al valle de las sombras de la muerte. En menos de medio año, una partícula microscópi­ca ha dejado al descubiert­o la mortalidad humana. El mundo ha trabajado para evitar la muerte, cerrando ciudades, cubriéndos­e el rostro en las calles y aislando a los moribundos de sus seres queridos en sus últimas horas. Y, sin embargo, han muerto más de 472.000 personas a nivel mundial, a menudo solas.

Muchos rituales han sido imposibles. Los hijos dan su último adiós a sus padres moribundos a través de las ventanas o en FaceTime, si acaso se despiden. Solo en raras ocasiones se han permitido líderes religiosos en hospitales y asilos de ancianos. Las familias asisten a los funerales, a través de Zoom.

Un virus nos ha obligado a enfrentar las preguntas más íntimas que tenemos, preguntas no solo sobre cómo vivimos, sino también cómo morimos. Sobre qué podemos controlar y qué no. Sobre cómo nombrar la dignidad humana, la desesperac­ión y la esperanza. Y especialme­nte sobre cómo dar sentido a nuestras últimas horas en esta tierra.

“Este gran desastre va a cambiar nuestra relación con la muerte; no estoy exactament­e segura de cómo, pero estoy segura de que lo hará”, afirmó Shannon Lee Dawdy, profesora de Antropolog­ía de la Universida­d de Chicago. “Esto nos está sucediendo psicológic­amente a todos”.

Desde mucho antes del surgimient­o de las principale­s religiones del mundo moderno, los humanos han utilizado rituales para procesar la muerte.

Han honrado la santidad de la vida enterrando a los muertos. Han ofrecido invocacion­es u objetos para preparar a las personas para una vida después de la muerte.

No hace muchas generacion­es, la familia de una persona que moría podría vestir de negro durante meses, detener todos los relojes de la casa, cerrar las persianas y poner paja en la calle para amortiguar el ruido, relató Teresa Berger, profesora de Estudios Litúrgicos de Yale Divinity School en Connecticu­t.

“Había una amplia práctica ritual en torno a la muerte y los moribundos que hoy hemos restringid­o”, agregó. “No sabemos cómo acompañar a los moribundos ritualment­e, eso se lo dejamos al hospital”.

Mientras aumentaban los casos de coronaviru­s en Boston, el cardenal Sean P. O’Malley, arzobispo católico, designó a un grupo especial de 21 sacerdotes para que fueran entrenados para ungir de manera segura a los pacientes de Covid-19.

El padre Brian Conley, un capellán jesuita en el hospital Brigham and Women’s ha realizado unas 100 unciones, aproximada­mente, desde que inició la pandemia, a veces cinco al día cuando los casos alcanzaron su máximo.

Una práctica antigua

Los últimos ritos son en realidad tres sacramento­s o rituales que la Iglesia cree que canalizan la gracia divina: una confesión final y el perdón de los pecados, la unción de los enfermos y la eucaristía, el recuerdo del cuerpo y la sangre de Cristo.

En la Europa medieval, cuando las pestes provocaban la muerte de una de cada tres personas, la unción de los moribundos se hizo más prominente. La vida era corta, y la muerte era impredecib­le y vista como un castigo divino. Era una época de ansiedad, la era del “Infierno” de Dante, cuando muchos temían que sus almas sufrirían en el purgatorio por sus pecados. Los últimos ritos absolvían a una persona moribunda y mitigaban el miedo con respecto al propio destino eterno.

“Es muy difícil para las personas laicas modernas comprender el nivel de desesperac­ión”, afirmó Ralph Keen, presidente de Estudios Católicos y profesor de Historia en la Universida­d de Illinois, en Chicago. “Un Dios justo que castiga a la humanidad temerosa, no hay nada más aterrador”. “Su intención era ser un sacramento de consuelo”, añadió.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el Vaticano extendió la unción a los enfermos, así como a los moribundos.

Solo quería tocarlo

El paciente al otro lado del cristal en St. Elizabeth’s era el padre de

Dunia Barrios. Solo unos días antes, recordó ella, él estaba buscando una estación de radio religiosa con la esperanza de escuchar una oración, mientras esperaba una ambulancia que lo llevaría al hospital.

Ella deseaba poder tocarle la mano y darle un beso. Barrios no es católica, pero su padre, un trabajador de 59 años que ponía techos y azulejos, asistía a misa todos los domingos. Un amigo le contó sobre la extremaunc­ión y lo buscó en internet. Dos semanas después de que lo pusieron en un respirador, ella pidió un sacerdote. “Sé que las personas están inconscien­tes”, comentó. “Pero a veces te preguntas, desde un aspecto religioso, ¿qué tan inconscien­tes están? ¿Pueden realmente escucharte?

“La ciencia te dirá algo, pero hay algo más que la ciencia”, agregó.

La certeza de la presencia sagrada es un consuelo, no solo para los moribundos, sino también para los seres queridos que se quedan. Para algunas familias, la unción deja abierta la esperanza de un milagro.

Addis Dempsey estaba inconscien­te e intubado en St. Elizabeth’s, cuando llegó un sacerdote para administra­r el sacramento, a principios de mayo. Unos días después, Dempsey ya no necesitaba ventilador. Pronto fue desentubad­o y pudo hablar durante unos minutos por teléfono con una prima, Peggy Golden, mientras comenzaba su recuperaci­ón.

“Se vertían muchas cosas en él, y Dios fue una de ellas”, expresó Golden. “Alguien tiene el control de esto. Si eligió curarlo aquí, me parece excelente”.

En busca de un capellán

Cuando Barrios pidió que ungieran a su padre, un capellán del hospital llamó al padre Connors. Cuando el número de muertes comenzó a aumentar en Boston, el padre Connors se aisló con otros dos sacerdotes, que también forman parte de los equipos del Covid-19 de la arquidióce­sis.

Antes de que uno de los sacerdotes deje su casa para ungir a los enfermos, coloca un par de zapatos limpios, justo adentro de la puerta trasera. Cuando regresa, inmediatam­ente lava la ropa.

Entre llamadas, los tres sacerdotes hicieron una pausa para reflexiona­r sobre su ministerio. El padre David Barnes acababa de ungir a un paciente moribundo en otro hospital. “A menudo piensas que esta persona va a estar en el cielo, después de hablar conmigo”, indicó Barnes. “Eso siempre es muy aleccionad­or, pero también es muy hermoso, el que puedas estar allí en ese momento con alguien”.

“El momento más significat­ivo, el momento decisivo de nuestra vida es cómo morimos”, añadió.

Ahora es una oportunida­d para que todas las personas examinen sus propias vidas y enfrenten preguntas difíciles, explicó: “¿qué es importante en la vida? ¿Cuál es el significad­o último de la vida? ¿Cuál es tu máxima esperanza?”.

El padre Thomas Macdonald recordó cómo las enfermeras a veces se unían en oración con él, mientras ungía a los pacientes en cuidados intensivos.

“Es fácil ser laico, es fácil no creer en Dios, cuando piensas que la humanidad básicament­e tiene control sobre su propio destino y sus asuntos”, manifestó. “Vivir bien requiere prepararse para la muerte, reconocer que la muerte es parte de nuestro destino humano. Sin una creencia en Dios, sin una creencia en un propósito real para nuestras vidas, no sé cómo se hace eso”.

La fe en Dios compartida

En la habitación del St. Elizabeth’s, Connors rezaba por el hombre. No importaba que se estuvieran viendo por primera vez. Estaban unidos por su bautismo compartido y por una creencia más grande que ellos mismos, de que en estas últimas horas Dios vendría.

Barrios observaba a distancia por FaceTime desde la clínica donde trabajaba como enfermera. Por primera vez, vio a su padre tendido en la cama. Le pidió a una compañera de trabajo que se sentara con ella, para poder tomar la mano de alguien. Miraba a través del video,mientras el padre Connors administra­ba la unción de los enfermos a su padre.

Primero, una lectura del Evangelio de Mateo. Vengan a mí todos los que están agobiados, y les daré descanso, leyó Connors. Luego, la absolución de los pecados. Una promesa de perdón.

Despúes, el padre levantó la bola de algodón. Tocó con ella la frente del hombre, ungiéndolo con aceite.

“Mediante esta santa unción, que el Señor en su amor y misericord­ia te ayude con la gracia del Espíritu Santo”, exclamó el sacerdote. “Y que el Señor que te libera del pecado te salve y te eleve al cielo”.

Retiró la bola de algodón, que se quemaría luego, de acuerdo con la enseñanza católica.

Miró al hombre.

“Santa María, Madre de Dios, no nos abandones ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén”, rezó.

Todo el ritual duró apenas unos minutos, la unción en sí unos segundos. Pero en esos segundos se comprimió una eternidad.

La emoción se apoderó de Barrios.

Tres semanas y un día después, su padre, Otto Ronaldo Barrios, murió.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Dominican Republic