El otro riesgo del virus: el hambre
Mucho antes de que la pandemia azotara su aldea en el accidentado sureste de Afganistán, Halima Bibi conocía el miedo persistente al hambre. Era una fuerza omnipresente, una fuente constante de ansiedad, mientras se esforzaba por alimentar a sus cuatro hijos.
Su esposo ganaba cerca de 5 dólares diarios, transportando hortalizas en una carretilla, desde un mercado local hasta las casas de los alrededores. La mayoría de los días, regresaba a casa con una barra de pan, papas y frijoles. Pero cuando el coronavirus llegó en marzo, cobrando la vida de sus vecinos y cerrando el mercado, sus ganancias se desplomaron a un dólar diario. La mayoría de las noches solo llevaba a casa el pan. Algunas, regresaba sin nada.
“Escuchamos a nuestros hijos gritar de hambre, pero no hay nada que podamos hacer”, expresó Bibi, hablando en pashtun por teléfono, desde un hospital en Kabul, la capital, donde su hija de seis años era atendida por una desnutrición severa. “Esa no es solo nuestra situación, sino la realidad de la mayoría de las familias en donde vivimos”.
Cada vez más es la realidad para cientos de millones de personas en todo el planeta. Se estima que el número de quienes enfrentan niveles potencialmente mortales de inseguridad alimentaria en el mundo en desarrollo, casi se duplique este año a 265 millones, señala el Programa Mundial de Alimentos de la ONU.
A nivel mundial, el número de niños menores de cinco años en estado de extrema delgadez —con su peso tan por debajo de lo normal que enfrentan un elevado riesgo de muerte, además de problemas a largo plazo de salud y desarrollo— probablemente aumentará en casi 7 millones este año, o un 14 por ciento, señala un reciente artículo publicado en la revista médica The Lancet.
La mayor cantidad de comunidades vulnerables se concentra en el sur de