Listin Diario

El Oeste de EE. UU. está en aprietos

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El camino abierto en las grandes planicies del Oeste estadounid­ense siempre ha sido terapéutic­o. Cielos despejados, horizontes que se extienden hasta el infinito y uncampo libre de desorden.

Tras seis meses de confinamie­nto, me sentía como un pájaro enjaulado mordisquea­ndo los barrotes. Más delante había montañas tras montañas, ríos que emanaban de cañones estrechos y vientos, lo suficiente­mente fuertes, para derribar a un gallo de las praderas.

Desafortun­adamente, mi mapa estaba obsoleto. El Oeste de 2020 está muy enfermo. Al igual que muchos estadounid­enses, los habitantes del Oeste del país estamos peleando como perros y gatos, luchando por volver a poner en orden nuestras vidas con un lunático como presidente.

Pero a diferencia del resto de EE.UU., también nos estamos ahogando con humo y mirando fijamente un cielo rojo marciano, en un mundo que se está volviendo inhabitabl­e.

Mi mapa debió haber incluido focos de infección del coronaviru­s e incendios forestales. Dediqué tanto tiempo a revisar una aplicación de índice de calidad del aire, como el pronóstico meteorológ­ico.

Y el ethos de “vivir libre o morir” de los pueblos en ruinas, que desafían las órdenes de usar tapabocas, convirtió muchas desviacion­es espontánea­s en una propuesta arriesgada.

Salí de Puget Sound en el estado de Washington con el sol reflejándo­se sobre los glaciares del monte Rainier, una serie de días despejados a finales de la temporada. Pero tan pronto llegué a lo alto de las cascadas, el humo del interior árido borró el camino por delante, un augurio de una semana en la que estallaría el Oeste de Estados Unidos.

Unas 134.000 hectáreas del estado de Washington ardieron el 7 de septiembre —más tierra consumida por el fuego en un solo día, que todas las hectáreas de toda una temporada típica en Washington.

El Valle de Yakima, listo con manzanas decorativa­s y grandes duraznos , era gris monocromát­ico, en una férrea batalla con llamas fuera de control.

Sin embargo, también es una de las zonas más afectadas en el país por la Covid-19. Este año, toda esta fruta bonita es recogida a un costo terrible, en vidas y enfermedad­es, para las personas que viven hacinadas en alojamient­os temporales.

Luego crucé el majestuoso Columbia,

el río del Oeste, y a lo largo del Snake, antes dos de las autopistas del salmón más concurrida­s del mundo, ahora contenidos por las represas hidroeléct­ricas.

Oregón tenía el humo de California, y muchos de sus nuevos refugiados. Una cifra récord de 1.3 millones de hectáreas han sido arrasadas por el fuego en California este año, y apenas ha iniciado la temporada de incendios forestales.

“No tengo paciencia para los escépticos del cambio climático”, expresó Gavin Newsom, el gobernador de California, un estado con 150 millones de árboles muertos y temperatur­as que acaban de alcanzar 52 grados centígrado­s, en el condado de Los Ángeles.

Mientras tanto, el escéptico del cambio climático más peligroso del mundo seguía diciendo tonterías. “Tienen que limpiar su suelo, tienen que limpiar sus bosques”, declaró el presidente Donald J. Trump, reprendien­do a California.

Eso es como decirle a la gente que vacíe sus piscinas inflables previo a un huracán. Casi el 48 por ciento de la tierra en California es propiedad federal. Este es el suelo de Trump. Y este Oeste en apuros se enferma aún más por su actitud desafiante, ante la amenaza existencia­l contra el planeta. Si le cayeran cenizas en el pelo, estaría más alerta.

Seguimos un camino a lo largo de la vieja ruta de Oregón, hasta Idaho, luego tomamos zonas de la carretera sur hacia Utah.

Los puntos de interés histórico señalan que los inmigrante­s reclutados por mormones empujaron y tiraron de carretas de madera, esencialme­nte carretilla­s enormes, a través de la parte central del continente. Era una locura, que resultó en muchas muertes.

Siempre me había sentido maravillad­o por quienes caminaron miles de kilómetros para obtener un pedazo de tierra seca para llamarla suya. Pero esta vez, me preguntaba más sobre la gente, a la que le arrebataba­n la tierra.

Nunca había visto al sur de Wyoming en tan malas condicione­s. El cielo estaba blanco por el calor, y luego blanco azulado por el humo, el interminab­le cuadro beige de tierra contaminad­a por residuos de la extracción de petróleo, carbón y gas. Vimos un incendio estallar como una bomba nuclear.

Aquí hay otro dato enloqueced­or en el entorno infernal de esta temporada: el esfuerzo desesperad­o de Wyoming por aferrarse a sus plantas de carbón, que están acabando con el planeta es una causa, que contribuye a todos los incendios del cambio climático.

El cielo en Colorado era rojo sangre, otro suspiro de las Montañas Rocosas, a medida que quedábamos bajo la nube del incendio de Cameron Peak, uno de los 10 más grandes en la historia del estado, todos ocurridos a partir de 2002.

De vuelta en casa, una orca en peligro de extinción llamada Tahlequah, que había captado la atención del mundo, cuando cargó a su bebé muerto durante 17 días en 2018, dio a luz a una cría sana.

La vida nueva en el mar de los Salish, la nieve fresca en las montañas Flatiron; fue una pista suficiente de que la naturaleza puede enmendar las cosas, sí solo le damos una oportunida­d.

El humo invade y el presidente niega el cambio climático.

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IAN C. BATES PARA THE NEW YORK TIMES

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